I.
Pocas cosas existen tan hipnóticas como el acero cóncavo y especular de una cuchara; el primer ser todopoderoso que chupa el infante, imantado seguramente por el reflejo distorsionado de su cara de moneda. Entonces, las hormonas se llenan de soluciones acuosas, de agujas hipodérmicas robadas a una madrastra; una absolución que sólo sirve para los tapones de corcho. Mientras espero, continúo observando la sima acerada en la caí cuando era niño. No quiero continuar escribiendo profecías.
II.
Las infecciones penetran en el hombre a través de la universal estirpe que nos hizo caminar erguidos; una cadena de números naturales encriptados, que se originó de manera espontánea en el interior de un líquido primordial saturado de futuras repeticiones, no todas ellas idénticas. De esa mínima particularidad; de esos componentes exclusivos, comenzaron a erigirse los primeros signos de maledicencia; espejos rotos que no reflejaban la misma imagen. Un malsano orgullo proveniente de las primeras mentes raquíticas comenzó a enfermar la sencilla existencia de los comienzos; aleatorios culpables e inocentes, que sólo disponían de la Ley de causa y efecto para poder dilucidar las novedosas situaciones. A partir de aquí los actos de liberalidad quedaron reducidos a poder escupir en el suelo. Aunque me temo que, por desgracia, el momento crítico, todavía no ha llegado.
” …; aleatorios culpable e inocentes, que sólo disponían de la ley de causa y efecto…”
Sí, pero no; también disponían, y disponemos, del “libre albedrío”.
Aun el “pero”, referido al fondo, no puedo por menos que dar una gran ovación a la forma de este artículo.
Sin duda eres un genio de la metáfora.