SIN TREGUA

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“Todas las matanzas tienen ese aroma a desolación que tanto gusta a los pobres de espíritu, a los cobardes y a todos aquellos que gustan de televisivos programas informativos de máxima audiencia.” J. P. Light.

A. Labaz es una de esas personas que masturban su cerebro con frases hechas e ilusorios momentos vividos por otros.Aquella mañana, después de haber desayunado una buena dosis de tinta y celulosa, se juró a sí mismo no volver a usar papel de doble capa para limpiarse el culo. Era básicamente una cuestión de amor propio, pues él, un hombre que superaba ampliamente los dos mil euros netos mensuales de sueldo, se merecía algo mejor, mucho mejor que aquel paquete de veinte rollos que había comprado anteayer en un supermercado de nombre impronunciable.

De modo que, tras dejar el paquete con diecinueve unidades intactas en un contenedor de reciclaje, orientó sus pasos de palmípedo hacía ese lugar en el que acaban todos incautos: un centro comercial; esa enorme boca que promete felaciones al módico precio de un alma ajena.

Y de allí salió con todo lo necesario para conjurarse con un eclipse total de sol, a excepción claro, de una sonrisa tetánica y diez rollos de higiénico de séxtuple capa con olor a posidonia.

Aquella misma noche, el retrete del piso quinto, letra C, de la calle de Abdón Terradas, abría su garganta más que nunca aguardando a que el culo de A. Labaz bombardeara sin piedad la blanca meseta de porcelana. Y así se hizo.

Eran las 10:45 AM, cuando Jeroma, la asistencia por horas que atendía mal que bien el piso de A.L., encontró a su pagador de cuerpo presente. Allí estaba, sentado en el escusado. La de la guadaña le había sorprendido poniendo un huevo, y ni siquiera había tenido tiempo de limpiar su orto con aquella maravilla, más parecida a una lasaña que a un simple limpiador de ojetes. La recia limpiadora de casas dejó a Labaz tal y como lo había encontrado; eso sí, cerro sus ojos para que el finado no se viera a si mismo rebotando frente al espejo encastrado que vivía de alquiler colgado sobre el lavabo. Después, rezó un Santo Rosario mientras hacía una limpieza general del piso. Cogió veinte euros de la cartera del fiambre, la bolsa con nueve rollos de alta calidad y cogió en autobús número nueve hasta Mar de las Antillas.

Al llegar a casa la vejiga le reventaba. Orinó como nunca antes lo había hecho; tal vez esperando el suave roce en su utetra, de aquel olímpico cilindro que una vez fue un pino alquilado por horas a las Procesionarias.

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