SÍ, PERO NO VA A PASAR MAÑANA

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Lo que nos está pasando, y cada vez más, no se soluciona con un cambio de gobierno. Es necesario, y cada vez más urgente, un cambio de actitud. O aprendemos rápidamente cómo pasar de “yo” al “todos” o el mundo en que vivimos (el nuestro, el doméstico, el cotidiano) desaparecerá.

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En las historietas de Asterix –entonces los llamábamos historietas o tebeos, no cómics– que dulcificaron nuestra infancia había algo que se repetía con frecuencia. Aquellos galos, tan divertidos y tan parecidos a los franceses de hace unas décadas, temían sobre todo a una cosa: que el cielo se desplomase sobre sus cabezas. Pero cada vez que pensaban en ello acababan por echarse a reír, y todo gracias a una frase que les tranquilizaba: “Ya, pero eso… ¡no va a pasar mañana!”. Y era verdad: llegaba el día siguiente y el cielo seguía en su sitio.

Lean ustedes los periódicos, vean los informativos y luego miren a su alrededor o, mejor todavía, salgan a la calle. Se parece, ¿verdad?

Hace dos años y medio, un virus nos encerró en casa y se llevó por delante a seis millones y medio de personas. El mundo se paró en seco durante varios meses; gracias a ese encierro (y a los científicos que lograron las vacunas) los muertos fueron seis millones y no sesenta o seiscientos, pero la gran mayoría sobrevivimos. Como decían aquellos galos: ¿Todos? No. Además de la gente que se nos fue, y a la que en muchos casos no pudimos siquiera despedir, hubo algo que no volvió a la “nueva normalidad”, es decir, al estado anterior que anhelábamos todos: cientos, miles de empresas, desaparecieron para siempre. No solo los bares. Comercios, industrias, gente que fabricaba cosas que necesitamos. La cadena de abastecimiento, lo que hace que la vida sea como la conocemos, se resintió seriamente. Y sigue así. Hay fábricas, granjas y toda clase de empresas que tienen que parar durante días o semanas porque no reciben ya las materias que necesitan para producir lo que producen. No son muchas aún, es cierto. Pero son cada vez más. Aunque hay que admitir que el cielo no se desplomó sobre nuestras cabezas. El sol sigue saliendo.

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La guerra teóricamente local que organizó un matón en Rusia ha resultado ser larga y mucho más peligrosa para todos de lo que parecía en la pasada primavera. Ahora mismo encender el microondas, llenar el depósito del coche para irnos de vacaciones (los que puedan hacer eso) o poner en marcha el aire acondicionado nos cuesta dos, tres, hasta cuatro veces más que hace un año. La luz y el gas se han vuelto casi artículos de lujo. Bajar a hacer la compra es sudar frío. Hay empresas medianas y grandes que tienen que parar porque no pueden pagar la energía que necesitan. La inflación, una palabra que casi habíamos olvidado (como la polio o la viruela), ha vuelto y se come a bocados lo que nos pagan en la nómina, lo que teníamos ahorrado. Aguantamos todavía, es verdad. El cielo sigue ahí, donde estaba ayer. Aún no se nos ha caído encima.

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¿Y los viejos? El Estado –el gobierno, por mejor decir– ha decidido que aquí no se prejubila ni Dios, porque no hay dinero. Aunque se tenga derecho, según la ley. La gigantesca maquinaria de la Seguridad Social, que se inventó hace muchas décadas para proteger al ciudadano del desamparo, se ha vuelto ahora contra él. Los ciudadanos ya no somos personas: somos números en una estadística. Somos datos. Piezas sustituibles. Funcionarios remotos que no saben quién eres, qué problemas tienes, ni qué te pasa ni cómo sobrevives, dilatan a propósito los plazos legales todo lo posible, olvidan deliberadamente lo que dice la ley, incumplen sus propias normas con la más terrible frialdad. Saben que tu única opción es recurrir a los tribunales, y la resolución de esos pleitos judiciales puede llevar años; a ver si, con un poco de suerte, te mueres antes y se acaba el problema. ¿Y te mueres? Pues no, no te mueres. Sobrevives como puedes, pides ayuda, caes en manos de los usureros para poder comer y esperas a que, un día u otro, termine el espantoso vuelva usted mañana y esos hijos de su madre –que, repito: no te conocen, nunca han hablado contigo ni han estado en tu casa– den su brazo a torcer y reconozcan que tenías razón. Que lo que te tienen que dar no es su dinero sino el tuyo, el que llevas dándoles desde que empezaste a trabajar, y ahora les toca devolvértelo. Y no quieren, no lo hacen, se ríen de ti… o se reirían si supieran quién eres. Pero no te mueres por eso, aunque cada día lo deseas más. El sol sigue saliendo. El cielo sigue ahí.

En Estados Unidos, en Gran Bretaña, desde luego en Rusia, quizá pronto en Italia y en muchos países más (todavía no en el nuestro; todavía) el poder ha caído en manos de delincuentes, de canallas, de sicarios de los grandes poderes económicos que buscan el obsceno enriquecimiento de una minoría (la suya) mediante el empobrecimiento de todos los demás y el crecimiento de la desigualdad. En esto volvemos a la Edad Media: si naces pobre y siervo, morirás pobre y siervo, hagas lo que hagas para salir de ahí. El llamado “populismo”, versión repintada y barnizada de lo que hace ahora mismo un siglo se llamó fascismo, pretende lo que pretendía entonces: sustituir la democracia por una ficción en la que siempre mandarán los mismos e impondrán su voluntad a todos los demás. El mes que viene –27 de octubre– se cumple un siglo de la Marcha sobre Roma de Mussolini. No es en absoluto imposible que, para entonces, Italia haya caído en manos de Meloni y Salvini, los herederos políticos de aquel miserable que acabó colgado por los pies en una gasolinera de Milán. Eso sería un tiro en el pecho para la idea de Europa. Aunque, si salen ustedes a la calle, verán (como los italianos) que el sol está ahí otra vez.

En estos días afloja ya el calor, pero ninguno de nosotros recuerda un verano como este. Europa está viviendo la peor sequía en cinco siglos. En España ha habido que adelantar buena parte de la vendimia, algo que hace diez o doce años nos parecería ciencia ficción. Doñana se ha secado por completo. El cambio climático se ha acelerado extraordinariamente en los últimos años y se deja sentir ya con toda claridad, aunque los habituales cuñaos sigan sonriendo al decir que “esto, de toda la vida, se llamó verano”. No es cierto. Es el principio de un desastre que, con intermitencias, durará generaciones enteras. Pasó hace 2.200 años, pasó entre los siglos IX y XI y está pasando ahora otra vez, pero en nuestro tiempo multiplicado por la locura del ser humano y su irresponsabilidad para con el planeta. ¿De todos los seres humanos? En realidad, no: la irresponsabilidad es de quienes más daño pueden hacer, de quienes buscan seguir enriqueciéndose a base de destruir la vida del futuro. Trump, por ejemplo, sostiene que el cambio climático es un “invento de la izquierda radical”. Nuestra castiza extrema derecha, tan folclórica y panderetera ella, dice algo parecido. Ya, pero ¿y el sol? Bueno, sigue ahí, todavía no se ha caído.

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A todos estos problemas, que el mundo no había vivido juntos desde antes de la fundación de Roma, se unen otros dos, uno grande y el otro mayor.

El grande es que la gran mayoría de los políticos, no solo en España, abordan todo lo anterior como si fuesen asuntos nacionales. Como si se pudiese arreglar todo eso cambiando de gobierno o de mayoría parlamentaria. Es decir, que contemplan la que se nos viene encima a través de las gafas miopes de su obsesión perpetua: la lucha por el poder, que es lo único que les importa. Y azuzan a los ciudadanos contra los adversarios políticos, sin darse cuenta de que esto es otra cosa: no hay manera de solucionarlo si no es trabajando juntos, y ese juntos no se refiere tan solo a los de aquí sino a todos los europeos. Como mínimo. La inflación no la va a embridar otro gobierno, sea el que sea, como tampoco el clima o la sequía o la cadena de abastecimiento o el precio de la energía. Es lo mismo que pasó durante la pandemia: los errores y los aciertos que cometieron los que mandaban habrían sido muy aproximadamente los mismos si hubiesen mandado otros, que no hacían más que vocear. Y las medidas que se tomaron, también. Pero da lo mismo: lo único que les importa es el poder.

El error mayor, sin embargo, somos nosotros. Todos nosotros. Salgan a la calle: ¿Ven? El cielo no se ha caído sobre nuestras cabezas. El sol sigue alumbrando. Hay leche en las tiendas. Abres el grifo y sale agua (aunque ya no en todas partes). El chino de abajo sigue vendiendo pan, los semáforos funcionan y en la tele siguen apareciendo joyas de la cultura universal como Sálvame naranja y La resistencia.

¿Y qué hacemos? Pues sonreír. Pensar que no será para tanto. Que todo eso que he dicho son exageraciones. Que lo importante es lo que nos pasa a cada uno de nosotros, no a todos nosotros. Que ya vale de monsergas de los periodistas, que parece que disfrutan amargándonos la vida. Que sí, que bueno, que seguramente un día el cielo caerá sobre nuestras cabezas, pero… ¡Eso no va a pasar mañana!

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Y no queremos ver que “mañana” fue ayer. Hoy es ya pasado mañana.

 

 

 

 

 

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