Siempre he sentido pudor en corregir a mis semejantes, quizá sea ésta la razón, la semejanza, y no me refiero a cuestiones banales que dependen de un cierto grado de intelectualidad, de la capacidad y aptitud de almacenar conocimientos en el hipocampo de nuestro cerebero, y que no siempre coincide con nuestro grado de sabiduría al no haber provocado una catarsis en nuestro yo interno hacia la evolución personal. Además, es importante adquir consciencia que no todo el mundo ha tenido y tiene las mismas oportunidades de aprender, por lo que, la corrección en este caso adquiere una conotación de transmitir con generosidad lo que sabemos a través del diálogo y de la enseñanza paciente, con un alto grado de altruismo, sin evidenciar ante los demás la falta de conocimiento.
El pudor al que me refiero viene relacionado cuando la corrección que va más allá del conocimiento, cuando el objeto del juicio viene referido a los aspectos más intrínsecos de nuestra evolución interior que definen nuestra forma de ser, nuestra personalidad; a defectos o errores que quizá coincidan en mayor o menor medida con los míos, y que me llevan a plantearme quién soy yo para convertirme en faro, en director o guía de conductas o comportamientos ajenos, cuando los mios difieren poco o nada de los que critico.
Pero, por otra parte me preguntó: ¿estoy actuando correctamente ocultando la senda del aprendizaje a quien ha errado con su conducta?, ¿no estaré juzgando con el filtro de mis propios fantasmas, frustraciones y defectos?, ¿no prenderé brillar haciendo gala de una sabiduría de la que carezco en vez de intentar que brille a quien corrijo con el aprendizaje de sus propios errores?.
Por ello, pienso que la cuestión no está en evidenciar los errores del otro sino en mostrar la oportunidad de que esos errores, al igual que los propios, nos ofrecen una gran oportunidad de aprender, para evitar convertirnos en esclavos amarrados a la peor de las cadenas que, no es otra que la de la necedad y la soberbia, donde el ego ciega el verdadero sentido de nuestra existencia que es la trascendencia de nuestras obras dotando, como un día me enseñó un gran amigo y hermano en la construcción del templo interior, de la mayor sabiduría, fuerza y belleza nuestras acciones y, del mismo modo, a nuestra actitud en la corrección de conductas ajenas, porque sin la sabiduría obtenida del aprendizaje de nuestros propios errores, sin la fuerza o contundencia en la defensa de nuestros ideales, y sin la belleza en la forma en que los mostramos a los demás, la corrección no será más que un vacuo juicio de alardeo investidos con una toga hecha de banalidades, apoyándonos en la dimensión punitiva de la Ley como norma ética, más que en su propio espíritu de procurar la convivencia y la protección de los bienes y principios que deben dirigir nuestra conducta.
Por lo tanto, en la corrección debe procurarse no sobrepasar las líneas rojas que pueden convertirla en una manifestación de nuestro propio ego, en una ataque o amenaza a la integridad, puldonor y dignidad de la otra persona, procurando siempre mostrar las herramientas útiles desde la experiencia adquirida por nuestros errores; porque en caso contrario, convertiremos lo que debe ser un acto de generosidad en una humillación ajena, erigiéndonos en peligrosos portadores de verdaderas personales convertidas en absolutas, y de virtudes que, quizá, no sean más que el paradigma de nuestras propias miserias, porque lo importante no son los errores, sino la oportunidad que nos brindan para el cambio, con independencia del tiempo que nos llevé. Sólo quienes no intentan hacer algo son los que nunca se equivocan, aún viviendo en la frustración constante de la falta de libertad o eternamente asustados por el miedo equivocarse, o peor aún, preocupados porque los demás no vean sus propias debilidades.
Amor, fraternidad y sutileza, son las claves para delimitar dichas lineas y, por supuesto intentando no dar lecciones que nosotros mismos nunca hemos aprendido, porque sólo es sabio quien reconoce sus propias miserias y, teniendo presente que, tal vez, al que estamos corrigiendo sea más sabio que nosotros por saber ver y aprender de sus propios propios errores. Sutileza, por otro lado, que viene marcada no en decir al otro lo que tiene que hacer, sino en lo que el error le brinda para ser mejor.
Y, cuando la corrección lo es por una afrenta personal, nunca debe pretender saciar nuestra sed de venganza sino llegar al corazón de quien nos agravió con el objeto de captar su atención y procurar la posiblidad de reparación o desagravio, actuando con la honestidad de quien busca un encuentro y no la humillación.
Como dijo Mahatma Gandhi: “La libertad no vale la pena, si no conlleva la libertad de errar”, porque los errores son el mecanismo por el cual conseguiremos evolucionar como individuos y crecer como personas. Nadie nace sabiendo todo, sólo a través del método ensayo/error es posible que las personas podamos aprender cómo debemos actuar y por qué debemos hacerlo de una determinada manera.