Hay una pasión por los libros que une a innumerables seres humanos: tienen apetito por ellos, por el saber y gusto que les producen. Y les dedican, por tanto, todas las horas que pueden. Emilio Lledó ha dicho que los libros son recipientes donde reposa el tiempo.
En torno a ellos se aúnan los desvelos de autores, editores, correctores, traductores, libreros y lectores, siempre con esmero y curiosidad. Somos herederos de todos esos afanes, estamos adheridos a esa realidad para extraer lo mejor posible. La esperanza de una sociedad está, sin duda, en la elevación del nivel cultural, junto al de la calidad humana; Ortega habló de la cultura como un lugar a donde podemos llevar nuestras entrañas, una toma de posesión. En esta labor, hay mucho que dar y que recibir fuera del ruido que impera.
Los lectores anónimos son aspirantes al título de intelectuales periféricos. No se habla de ellos, pero ahí están. Son imprescindibles para continuar la cadena del civismo. Concentran sus intereses en su vida privada, en su realidad personal. Sus nombres no salen en las páginas de la historia social, pero se constituyen en la intrahistoria (la vida corriente que sirve de fondo a la historia más visible y vistosa).
Un buen amigo mío, científico de gran valía, tuvo a bien hace unos días en regalarme un libro cuya lectura plena se me había pasado. Quería que lo disfrutara al igual que él lo había hecho. Y así ha sido, me refiero a El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Un libro delicioso que se salvó, confiesa su autora, por la bondad de los desconocidos:
“Nuestro libro de páginas, que hoy es el libro por definición –ese que dejamos abierto por el lomo como si fuera el tejado de una pagoda, que señalamos doblándoles las esquinas a las hojas a falta de un marcapáginas y amontonamos en pilas verticales como estalagmitas de palabras-, ronda los dos mil años de edad. Es un gran invento anónimo que nunca sabremos a quién agradecer. Para lograrlo hicieron falta siglos de búsquedas, ensayos y tanteos. A la solución más simple se llegó, como tantas veces, por un itinerario tortuoso”.
Doctora en Filología Clásica y Premio Nacional de Ensayo, Irene Vallejo escribe con gran saber y enorme talento comunicativo, su estilo amable y cordial nos acompaña por territorios poco trillados para muchos de sus lectores, quienes quedan satisfechos y complacidos siguiendo la ruta que les marca la autora. Bien sabe ella que nadie lee y que, entre la agotadora sobreabundancia de páginas azarosas, se extingue el placer de la lectura. Pero, de modo personal, invoca a sus lectores: “Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras sólo existían en la voz”. Y señala que leer es escuchar música hecha palabra. Cuando los niños aprenden a leer se aproximan a los mayores. ¿Y los analfabetos? Leo que, según datos del Instituto Nacional de Estadística, en 2016 se contabilizaban unos 670.000 en nuestro país. Habría que agregar muchos más, aquí y allá, que no saben interpretar adecuadamente un texto y son carne de cañón de los engañabobos, siempre al acecho. Una lectura espabilada permite extraer ideas, semejanzas, estímulos para lo mejor, conciencia de dignidad y exigencia de libertad. Las fronteras son salvables entonces.
Cuenta Irene Vallejo que, según Plutarco, “en Babilonia leían a Homero, y que los niños de Persia, de Susa y de Gedrosia –región hoy repartida entre Pakistán, Afganistán e Irán- cantaban las tragedias de Sófocles y Eurípides. Por los caminos del comercio, la educación y el mestizaje, una gran parte del mundo empezó a experimentar una llamativa asimilación cultural”. Una fase de la globalización.
Nuestra autora evoca Salamina no como una isla del mar Egeo, a dos kilómetros del Pireo, donde en el siglo V a.C. se libró una batalla decisiva entre las ciudades griegas y el Imperio persa, sino como metáfora de “cualquier lugar donde alguien, en inferioridad numérica, se rebela contra una agresión avasalladora”. Por ejemplo, contra los acosadores que se reparten papeles en su función de someter y humillar. Así, ella llega a explicar el acoso escolar que padeció. No es un caso aislado, y se produce con la protección de un silencio turbio.
“Inventaban motes para mí; hacían imitaciones grotescas de mi aparato de dientes; me lanzaban esos balonazos cuyo golpe seco, cuyo aturdimiento todavía me parece sentir; me rompieron el dedo meñique en clase de gimnasia; disfrutaban con mi miedo. Los demás imagino que ni siquiera se acuerdan. Tal vez, escarbando en su memoria, dirían, bueno, le gastamos algunas bromas pesadas”; colaboraban con su indiferencia. Pero de todo se sale y se puede salir. El mejor modo de vengarse de los malhechores es no renunciar a la belleza ni a la alegría, que siempre nos reservan un ápice de felicidad. Irene Vallejo es un ejemplo de ello, y nos muestra un camino liberador.