
El Presente
El último día del año, la última hoja del calendario fue deslizándose lentamente, como el telón de un escenario, abriendo paso a un nuevo amanecer, a un nuevo comienzo.
Durante las navidades, apenas transcurridas hace unos días, tuve la oportunidad de contemplar las fiestas desde otra perspectiva, la de ‘espectadora’. Tal vez fue la soledad elegida, la serena paz en el corazón, frente al mundanal bullicio del exterior lo que me condujo a experimentar en profunda reflexión, a ver y a sentir cómo han cambiado las cosas, la vida, en tan solo unas décadas.
Vísperas de Navidad
El ajetreo se evidenciaba en las largas colas en las cajas de los supermercados, en los comercios, abiertos hasta los domingos, y caminando cargados de paquetes y regalos bajo las rutilantes luces de neón de los centros comerciales. El trasiego y el tráfico eran intensos y constantes. Las calles adyacentes al centro de la ciudad mostraban en su conjunto a una muchedumbre, transitando de un lugar a otro, tan nutrido que amenazaba con colapsar en cualquier instante, y paralizar la circulación de los viandantes por falta de espacio.
La afluencia se extendía y abarrotaba las mesas de los restaurantes, de cafeterías, cines, mercadillos, confiterías, y culminaba en el corazón de la ciudad, en las terrazas de la Plaza Mayor. La agitación ruidosa de las calles confluía en el centro neurálgico, lugar donde palpita orgulloso y al unísono el corazón de los salmantinos, donde algunos estaban citados con amigos o familiares, y otros muchos encontrándose por casualidad.
Entre alegres risas, saludos, vídeos y fotografías, teniendo de telón de fondo las luces doradas del árbol de Navidad, y como testigos los pétreos medallones de ilustres e históricos personajes, un eco inconfundible se colaba a través de las columnas de los soportales y de cada arcada de nuestra joya barroca, reverberando las dos mágicas palabras, y cuyo musical sonido se perdía en el infinito: Feliz Navidad… Feliz Navidad… ¡Repitiéndose, una y otra vez!
Buenos deseos, rostros distendidos, incluso, sonrisas dedicadas a gente desconocida, ¡pero eran navidades! Un ambiente que mostraba la cara más amable de una sociedad abierta, dicharachera, empática; la anhelada cara de ‘un mundo perfecto y maravilloso’ para cada uno de los trescientos sesenta y cinco días que componen el año. Un sabor agridulce me sobrecogió con aquella estampa tan hermosa y contradictoria a la vez.
Reuniones familiares, y no tan familiares, con amigos invisibles intercambiando regalos, celebraciones con compañeros de trabajo, de estudio, aunque más que la compañía del vecino de mesa, el protagonista resultaba ser un intruso, el inseparable teléfono móvil repiqueteando con felicitaciones y vídeos divertidos al whatsapp.
La guinda a las navidades la trajeron de Oriente los Reyes Magos; ese día de jolgorio, lleno de encanto y magia para los más pequeños, con la vista puesta en el desfile de suntuosas y adornadas carrozas, desde las que volaban caramelos y serpentinas, con la inocencia y la dulzura que caracteriza a la infancia, esperando ansiosos el amanecer para saber si los magos habían tomado los dulces ofrendados, y sobre todo si habían dejado los regalos solicitados en la larga y elaborada lista. Pero a los sufridos “reyes magos”, cada año, se les complica más el trabajo, ¿quizá porque ahora niños y niñas tienen demasiado, y de todo?
El Pasado
Al rememorar las navidades de mi infancia una oleada de profunda ternura me invadió; la proyección de múltiples y multicolores pinceladas desfilaron ante la embelesada mirada de mi memoria, aunque el espíritu navideño de mi niñez, aún, se dibujaba en blanco y negro. Mis padres pertenecían a la ‘generación silenciosa’, la de aquellos críos que experimentaron una guerra cainita y crecieron bajo la sombra del franquismo, los mismos que afrontaron con inquebrantable entereza y austeridad la posguerra. Fue su generación la que contribuyó al progreso, su sacrificio el que proporcionó un mayor bienestar a sus vástagos, los que nacimos en la denominada ‘generación Baby boomers’.
Los días previos a las navidades, mi madre desenfundaba la máquina de escribir, la ponía sobre la mesa e introducía un folio y comenzaba a escribir, una tras otra, las cartas que acompañarían a las tarjetas de felicitación navideña. Al terminar, recogía los sobres amontonados, y con el paquete en el bolso nos dirigíamos a correos para estamparle el sello y enviarlas a sus destinatarios, familiares y amistades, jamás se olvidaba de ninguno.
Y cada tarde hacíamos una visita, a mis entrañables tíos abuelos, a mis tías en segundo grado, a las amigas de mi madre. En aquel ritual nadie avisaba, las puertas siempre estaban abiertas, unos y otros se correspondían con una franca alegría dibujada en sus rostros.
Ayudar a elaborar la lista de los alimentos para llenar la despensa era otra cosa que me entusiasmaba, los anotaba con la letra algo desgarbada, pero firme, según me los enumeraba; íbamos al ultramarinos ubicado en la avenida de Federico Anaya, mi madre hacía el pedido y los tenderos se encargaban de llevar la compra a casa. Entrar en el establecimiento ya excitaba mi curiosidad, la amalgama de olores entre licores y frutas, pasando por los sacos que contenían las legumbres, los embutidos y quesos, los tarros de conservas y encurtidos, hasta las nueces, los turrones y tantos dulces envueltos en cajas con papel de seda, me invitaban a descubrir la procedencia de cada intensa emanación.
Todavía no existían grandes supermercados. Los colmados, bares, cafeterías, las pequeñas tiendas, las pastelerías, todos los servicios cerraban; las navidades tenían mucho de sagrado, y, como solían decir mis padres: ‘todo el mundo tiene derecho a descansar y a disfrutar’. De modo que las calles, a cierta hora, permanecían silenciosas y tranquilas.

Cuando más disfrutaba era en las tardes de cine, mis progenitores eran unos consumados cinéfilos, me transmitieron su pasión por el séptimo arte, y en las vacaciones navideñas resultaba más frecuente el ir. Acudíamos al teatro-cine Bretón con mis primos para ver las inolvidables películas de Joselito y de Marisol, sin olvidar a Johnny Weissmuller en ‘Tarzán de los Monos’. Era uno de los regalos más valiosos que podían hacerme.
La Navidad en el pueblo de mis abuelos era mucho más que una fiesta, simbolizaba el potente vínculo familiar, el amor y la alegría. Recuerdo observar risueñas a mi madre y a mis tías rescatando del aparador la cristalería y del arcón las mantelerías, reservadas a eventos relevantes, me llamaban la atención los delicados dibujos de tonos pastel bordados a mano, y el mimo con el que eran tratadas.
Aquel ambiente, tan sencillo como armónico, tenía sabor a delicioso chocolate, a galletas de nata y mantequilla, y a castañas asadas; olía a relleno de ternera, cabrito y pavo, a los exquisitos guisos de mi complaciente y bondadosa abuela; sonaba a villancicos, a los ‘clavelitos’ que cantábamos los más pequeños, turnándonos con la batuta para dirigir el compás de la armónica, la pandereta y la zambomba. Mientras, en la sala grande, durante la sobremesa, entre carajillos, bromas y risas, los adultos se entretenían jugando a las cartas. Y al día siguiente asistíamos solemnemente a misa y a honrar al Niño Jesús, vestidos con nuestras mejores galas.

En los pueblos los avances fueron más lentos, había luz eléctrica, pero el agua corriente se resistía; en su lugar, en casa de mis abuelos, en el patio de la entrada bajo la parra que tan agradable sombra ofrecía en época estival, el pozo nos regalaba un agua pura y cristalina. Los teléfonos y la televisión no tardarían en llegar a nuestros hogares, aunque entonces nadie los echaba en falta, sencillamente, porque no los conocíamos. Para informarse de las noticias ya disponían de uno de los más fabulosos inventos, la radio.
El culmen de las fiestas llegaba con los Reyes Magos. Nosotros, la primera cohorte de la generación ‘baby boomer’ no solíamos hacer ninguna lista. Para tranquilidad de nuestros sacrificados padres, dejábamos en manos de los ‘magos’ decidir el factor sorpresa, ellos hacían magia y conocían nuestras preferencias. Así, cuando llegaba una muñeca de trapo, (la Pepona me espantaba, y Mariquita Pérez no digamos), una marioneta, el yoyó, los juegos de mesa, la comba, algún cuento, el block de dibujo y las pinturas, me convertía en la niña más feliz del mundo.
Tuve el privilegio de disfrutar de la unión y el amor de una familia, incluidos amigos entrañables, y por ello debo gratitud eterna a mis padres, con quienes siempre estaré en deuda.
«Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz»
Agatha Christie
como siempre, perfectamente expresado aquello que con sus palabras quiere transmitir.