RETALES

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En la vítrea claridad del café Viena, me sumerjo en el ultramarino sabor que regala el café.

Es Agosto y recién naufragado en Madrid, sobrevivo con mis ojos a la prolija soledad que me regala la existencia.

A mi izquierda, un pequeño de pañal cagado, pero andarín y muy chapurreador, sentado en la esquina, espera a que su madre, que tiene enganchada en su seno derecho a una criatura de algo más de un mes, gire su cabeza y le dedique una sonrisa.

De la manera más tonta, se han cumplido las cuatro de la tarde; ya ves, el tiempo pierde o vence en función de las espectativas de uno. En mi caso, ni una cosa ni otra. Es lo que se gana con una edad cuyos dos dígitos suman nueve.

Recordar mientras se anda sobre una acera despoblada, es un raro ejercicio en el que uno suele negarse a uno mismo. Y eso es lo que hago yo mientras repaso aquella mañana de metro y frío. Me veo de lejos, como un espectador que no compró su entrada, escondido entre el tráfico que aquel día mugía en la calle de Goya. En la acera contraria la imagen del pasado se dibuja con el triste final de siempre.

Goya con Felipe II. Al fondo , la antigua plaza de toros …

Fue mi padre el que comprendió que su hijo había nacido con tres o cuatro emociones de más, por lo que viendo que el reloj de arena haría de mis ojos dos cataratas de lágrimas, decidió junto con mi madre, general en jefe de todos los ejércitos del piso cuarto, letra D de la calle Écija, número tres, hacer que su retoño tuviera tantas dimensiones como la capacidad de existir alquila. Y así fue.

A las seis, una mujer con la envidia colgada en la espalda, decora su lengua clavando cuchillos sobre una tal “Lucy”, al parecer, una joven de ojos claros a la que le van bien las cosas después de haberse casado hace unos meses con un hombre bastante mayor que ella. Me tapo las orejas con dos migas de pan. Aún con ello, los tímpanos se rasgan como una cortina dejada para trapos.

Mi ascensor no tiene palabra. Llevo cuarenta minutos enjaulado en su útero, y ni siquiera ha tenido a bien recordar mi nombre. En el verano, los elevadores comen gente, no tengo duda alguna. Menos mal que el mío es de buen carácter y sus muchos años y afición al cine clásico, han hecho de él un Errol Flynn de castaño con el que, a pesar de todo y cuando a él le viene de la higa, se puede pensar en Caballo Loco sin provocar un nuevo “Little Big Horn”.

A las ocho y media, una cerveza se me caldea entre los dedos. En casa, la cerveza malvive; demasiado calor, una nevera vieja, unos labios poco besados, en fin, un geriátrico de cebada en toda regla. Con lo que tú y yo hemos sido ¿Verdad?

No me gusta el calor, sobre todo cuando buceo en el mundo horizontal de las camas. Son las once y cuarto, y recreándome en las palabras cierro los ojos esperando que al día siguiente, tú estés a mi lado.

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