La eternidad es insolvente,
vana en todo aquello que representa;
suele estar envuelta con el mismo plástico
que se utiliza para forrar libros y paquetes
de cerdo muerto y loncheado,
cortado por una máquina que ni siquiera tiene nombre.
A veces, no sé cuándo ni de qué manera,
la eternidad, suele meterse como una larva de insecto,
dentro de las casas, escondiéndose después
en un lugar sombrío y húmedo,
esperando a su víctima con una paciencia
adquirida en un comercio regentado por el pelo lacio de los chinos.
Allí permanece, quieta, con esos ojillos de luna nueva, con esa pasión desbordada que ha robado a las camas calientes y aún desechas.
Y al llegar el descarriado, el pobre, el moribundo
el perro o el esclavo,
la eternidad clava sus dientes amarillos en el cuello de aquellos,
inoculándoles el veneno del miedo,
el temor a un día siguiente lleno de mierda y clavos.
Es el después de todo,
la quinta esencia de una secular
propensión a la nada.
Eternidad;
el ejemplo más económico
de comprar un calendario perpetuo
con una foto propia de portada.