Hoy conmemoramos el día en que se instauró la Segunda Republica por aquel año 1931, tras las celebraciones municipales madrileñas, cuyo resultado obligó al exilio a Alfonso XIII. Una República que nació en paz y vivió siempre en guerra.
Tras el período del Gobierno Provisional (abril-diciembre de 1931), se aprobó la Constitución de 1931 sin referéndum ni el voto femenino, iniciándose las primeras reformas. Sucediéndose diversos gobiernos, tanto en la época de paz como en la de laguerra, con tres etapas en la primera: un primer bienio (1931-1933) durante el cual la coalición republicano-socialista presidida por Manuel Azaña llevó a cabo diversas reformas que pretendían modernizar el país. Un segundo bienio (1933-1935), llamado Bienio Radical, durante el cual gobernó la derecha, con el Parido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, apoyado desde el parlamento por la derecha católica de la Confederación Española de Derechas Autónoma (CEDA), que pretendió «rectificar» las reformas izquierdistas del primer bienio. Durante este bienio se produjo el acontecimiento más grave del período: la insurrección anarquista y socialista conocida como Revolución de 1934 que en Asturias se convirtió en una auténtica revolución social y que finalmente fue sofocada por el Gobierno con la intervención del ejército. La tercera etapa viene marcada por el triunfo de la coalición de izquierdas conocida con el nombre de Frente Popular en las elecciones generales de 1936, y que solo pudo gobernar en paz durante cinco meses a causa del golpe de Estado del 17 y 18 de julio promovido por una parte del Ejército que desembocó en la guerra civil española.
Durante el periodo marcado por la guerra civil se sucedieron tres gobiernos: el primero presidido por el republicano de izquierda José Giral (de julio a septiembre de 1936) aunque el poder real estuvo en manos de los cientos de comités que se formaron cuando estalló la revolución social española de 1936; el segundo gobierno fue presidido por el socialista Francisco Largo Caballero, líder de la Unión General de Trabajadores (UGT), que junto con la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) protagonizaron la revolución; y el tercer gobierno fue presidido por el también socialista Juan Negrín, como consecuencia de la caída de Largo Caballero tras las Jornadas de Mayo, que gobernó hasta principios de marzo de 1939, cuando se produjo el golpe de Estado del coronel Casado que puso fin a la resistencia republicana, dando paso a la victoria del bando sublevado encabezado por el general Franco, terminando con la república cuyas instituciones se mantuvieron en el exilio, ya que la mayoría de sus miembros había huido de España.
Una izquierda dividida y radicalizada fue la causante de tan convulsionada y breve historia de la Segunda República en nuestro país, una seña de identidad de este especto de la representación política que aún se mantiene en nuestros días.
La sangrienta experiencia revolucionaria de octubre de 1934 no es un caso aislado en la actitud del PSOE hacia la Segunda República. Basta con repasar los incendiarios discursos de Francisco Largo Caballero, secretario general de la UGT hasta 1938 y presidente del PSOE entre 1932 y 1935. Ya el 23 de noviembre de 1931, cuando ocupaba el cargo de Ministro de Economía y ante la posibilidad de que se disolviese el gobierno por falta de apoyos parlamentarios, Largo Caballero advirtió: “No puedo aceptar la posibilidad, que sería un reto al partido, y que nos obligaría a ir a una guerra civil“. En febrero de 1933 vuelve a repetir su amenaza: “Si no nos permiten conquistar el poder con arreglo a la Constitución… tendremos que conquistarlo de otra manera”. En agosto evidencia en otro acto del PSOE lo que opina de la República: “Tenemos que luchar, como sea, hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja de la Revolución Socialista“.
En plena campaña para las Elecciones del 19 de noviembre de 1933, Largo Caballero vuelve a mostrar su peculiar talante: “El jefe de Acción Popular decía en un discurso a los católicos que los socialistas admitimos la democracia cuando nos conviene, pero cuando no nos conviene tomamos por el camino más corto. Pues bien, yo tengo que decir con franqueza que es verdad. Si la legalidad no nos sirve, si impide nuestro avance, daremos de lado la democracia burguesa e iremos a la conquista del Poder“. El 5 de octubre de 1934, como acabamos de ver, cumplió con creces su amenaza, cuatro días después de afirmar en un mitin en Madrid lo siguiente: “Nuestro partido, es ideológicamente, tácticamente, un partido revolucionario… cree que debe desaparecer este régimen“.
Tras esa intentona golpista, Largo Caballero es detenido. El 1 de diciembre de 1935 es puesto en libertad. De cara a las Elecciones Generales de febrero de 1936, el presidente del PSOE continúa con sus soflamas golpistas. El 19 de enero de 1936 afirma en un mitin en Alicante: “si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada”. Al día siguiente, en otro mitin socialista en Linares (Jaén), aclara todavía más su posición respecto de la República: “la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución“. El 10 de febrero, en el Cine Europa de Madrid, declara sin rodeos: “estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia”. En ese mismo mitin Largo Caballero deja claro lo que entiende por “nuestra democracia” con estas palabras: “Tenemos que recorrer un periodo de transición hasta el socialismo integral, y ese período es la dictadura del proletariado, hacia la cual vamos.
Esta rápida exposición y sucesión de acontecimiento que marcaron la breve historia de la Segunda República Española, ponen de manifiesto la importancia de la Memoria Histórica, no sólo para dar visibilidad a la venganza y represalia de los vencedores sobre los vencidos de la guerra civil que dio al traste con la instauración de la democracia hace noventa años, con cunetas llena de muertos sin juicio alguno o sentenciados a la pena capital en juicios sumarísimos, de entierros extramuros de los cementerios por su anticlericalismo, o peor aún, en el mausoleo que se erigió para la gloria del dictador y de los muertos de su bando, enterrando a los del contrario sin el consentimiento de sus familias bautizado como el Valle de los Caídos; sino que también debe servir esta memoria para recuerdo de lo acaecido durante aquella época de exaltación de la violencia y del radicalismo de imposiciones totalitaristas de la propia izquierda, para que la historia no se vuelva a repetir, para aprender de nuestros propios errores.
Sin embargo, nuestra torpeza política y el poco espíritu democrático de esa turba de quienes encuentran en el insulto la única forma de luchar contra las injusticias del sistema, que las hay y no se deben ocultar, propia de un radicalismo que lleva a erigirse a un sector de la izquierda y también de la derecha como los únicos salvadores de la patria y defensores de sus compatriotas, de esos mismos que descalifican por su discrepancia en las formas incendiarias del sistema en un parlamento que usan como un foro de exaltación del odio y la confrontación tanto verbal como física, demostrando sin pudor su connivencia con esos grupos radicalizados que con una mano lanzan adoquines y con otra enarbolan banderas con símbolos patrios o de movimientos históricos políticos, no para gloria de la izquierda y de su lucha para la instauración de los derechos humanos, sino para atacar a quien no piensa lo mismo, muy distante de la libertad, igualdad y fraternidad que debe presidir cualquier actuación política con la intención de alcanzar una auténtica justicia social.
Conmemoremos la Segunda República, desde el sosiego y la cordura, sólo así conseguiremos alcanzar e instaurar esa tan deseada Tercera República, desde la paz y el orden, no desde la violencia y la imposición, respetando el juego de las mayorías dentro de un debate político sosegado en aras a mejorar el sistema de una manera real y no vendiendo humo y confrontación.