Siempre se va, siempre.
Sabe que voy a escribir, cierra la puerta y me regala tiempo.
Hace mucho que no ejerzo, la vida tranquila pocas veces requiere esfuerzo y los libros y cuadernos se abrigan con el polvo olvidado de aquel recoveco que siempre olvidé limpiar.
Ya todo es instantáneo, la dopamina se regala y nos relaja por fracciones, micras y gramos. La vida se resume en un parpadeo que bate sus alas en el justo momento de la detonación. Después todo es sombra hasta que llega la oscuridad, lentamente. Como el beso que nunca se acaba tendiendo un último húmedo puente entre dos ventanas de carne, vecinas en una calle de Madrid que respira polución con estrés por llegar adonde uno no quiere.
Quizás las prisas por llegar hayan reventado el reloj que nunca daba las horas.