RELACIONES SIN RECIPROCIDAD

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Hace unos días, hablando en este medio de la imagen que damos a los demás, la cuestión de fondo  que se planteaba era el cambio hacia una evolución personal, no tanto buscando la aceptación de los demás, si no por la necesidad de no convertirnos en seres solitarios aislados del mundo exterior al que necesitamos para nuestro desarrollo personal como seres sociales que somos.

Consecuencia de dicha relación con nuestro mundo exterior a todos se nos exige una cierta reciprocidad en nuestra conducta, basada en la confianza mutua y en compromiso de ayuda, tanto en las relaciones más personales o íntimas, como de cualquier otra índole menos afectiva, como pueden ser las relaciones laborales, de ocio o de cualquier otro tipo de vinculación tanto voluntaria como forzosa por no podernos abstraer de ellas.
Pero, ¿hasta donde debe llegar la necesidad de aceptación y de reciprocidad?.

Por supuesto, cada cual debe poner la línea donde quiera o le interese, ahora bien, marcada esa línea tampoco nos podemos quejar que los demás también delimiten el espacio de sus relaciones, como es lógico, por una simple respuesta a nuestra actuación, lo que constituye un espacio cuyo ámbito tiene una proyección en ambas dirección, es decir, una repercusión que afecta tanto a nuestro yo interno como a nuestro yo social, que se puede simplificar en las frases “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti” o a sensu contrario “trata a los demás como te gustaría que te tratasen a ti”.

En eso consiste, expresado de una manera pragmática y sencilla la reciprocidad que, para el éxito en nuestras relaciones con los demás debe ser aderezada con un poco de generosidad. Como dice nuestro rico refranero: “para cosechar primero hay que sembrar”, aunque también resultaría de aplicación ese otro refrán que dice “siembra vientos y recoge tempestades”.

La aceptación y, por consiguiente, nuestras relaciones sociales o personales nunca deben ser de subordinación, de querer gustar necesariamente y con ansiedad en todo momento, sino de confianza y de reciprocidad, extendiéndose la generosidad también hasta un límite que no propicie nuestro desgaste personal, lo que significa que debemos ser generosos primero con nosotros mismos, con potenciar nuestra propia felicidad, debido a que si perdemos este estado de satisfacción personal con nuestras acciones estaremos involucionando por la destrucción de nuestro propio yo, dicho de una manera sencilla, sería como cortar nuestras propias alas.

No dejo de comprobar cómo personas en su desbordada generosidad ayudando o complaciendo a los demás, viven sumergidos en un mundo de tribulación personal, y es que, aunque parezca un tópico, para hacer felices a los demás debemos empezar siendo felices nosotros. Felicidad entendida no desde un punto o perspectiva totalmente hedonista, sino de complacencia y responsabilidad con lo que hacemos, a lo que debemos unir también la compasión con aquellos que con su actuación negativa y egoísta nos hacen daño, intentando ver en su actitud negativa la desgracia que les acarrea y ayudarlos si es preciso y se dejan. Pero también de autocompasión por nuestros propios errores intentando aprender de ellos, porque no hay nada que más satisfaga y contribuya a nuestro progreso personal que levantarnos cuando nos caemos y volver a emprender el camino o continuarlo a partir de donde tropezamos.

También he podido comprobar, además de experimentarlo, como en largas relaciones personales, incluso donde siempre ha imperando el amor, o habiendo luchado por él hasta desfallecer, llega un momento, precisamente por un excesivo hedonismo y un juicio exacerbado de la conducta ajena, evitando analizar la nuestra desde la reciprocidad, que terminan estallando por los aires.

Luchar por el amor, exige apostar por una vida compartida, con una reciprocidad proporcionada, impidiendo la destrucción de nuestro propio yo debido a esa abnegación continuada. Claro que es muy fácil teorizar, pero sin teoría difícilmente podemos poner en práctica lo que no llegamos a entender previamente o no vemos o no queremos ver por nuestra propia ofuscación, resentimiento o estado anímico.

En definitiva, todo depende de saber parar de vez en cuando, de buscar nuestro espacio, de analizarnos y analizar a los demás en su justa proporción y objetividad; lo cual consiste en algo tan sencillo y la vez difícil de dar y recibir, pero sobre todo tener el deseo y el propósito irrefrenable de intentar ser felices y hacer felices al otro, eso sí, sin poner la otra mejilla, porque incluso, desde una perspectiva religiosa puede admitirse que la ley del talión del ojo por ojo y diente deba compensarse desde la absoluta renuncia, pero sobre todo porque no concibo ningún mandato divino en contra de la propia reciprocidad de un amor generoso y proporcionado.

El amor nunca se termina de tanto usarlo, sólo cuando se rompe la reciprocidad o cuando se concibe desde una satisfacción puramente hedonista. Por ello, si queremos salvar nuestra relaciones es el momento de plantearnos la pregunta de lo que hemos dado y  estamos dispuestos a dar para recibir, y si lo que recibimos es proporcional a lo que damos. Algo que, aunque es fácil de entender, como ya se ha indciado es tremendamente difícil de practicar…, pues siempre nos creemos los mejores y más generosos, incluso a veces superiores moralmente en nuestro juicio externo,  pero sin esfuerzo, en casi todo lo que hacemos en esta vida, es difícil conseguir el éxito, y menos aún actuando desde el reproche y haciendo responsables sólo a los demás.

1 COMENTARIO

  1. Desde luego lo más importante en toda relación es la reciprocidad. Sin ella no existen el respeto propio y ajeno, tampoco la honestidad.

    Magnífico artículo que da en el clavo del tema que aborda.

    Muchas gracias.

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