Visitaba el otro día con unos amigos el Museo Arqueológico y contemplábamos con admiración creciente los trabajos que allí se exponen realizados por el hombre a lo largo de su historia. La creciente pericia en las labores, el salto cualitativo en los materiales, la belleza cada vez más compleja en los resultados. Todo parece marcar un avance evidente en las cualidades artesanales y artísticas del hombre, todo parece indicar una evolución en su afán de dominar el entorno y convivir con sus semejantes.
Llegamos en un momento determinado a una sala en la que se reproducían antiguos poblados de los distintos pueblos que habitaron esta península. Su distribución, su forma de defenderse de los peligros que acechaban desde el exterior.
Comparaba aquellas primeras fortificaciones, apenas empalizadas en unos casos y murallas ya seriamente defensivas en otros, con las primeras fronteras que el hombre establecía para su mejor capacidad de supervivencia. Esas fronteras que pretendían, inicialmente, marcar el límite de la protección, de la seguridad, frente a bestias y enemigos.
Y como siempre mi cabeza empezaba a saltar de una idea a otra y pensaba como de esa empalizada se había pasado a la tribu con varios poblados, a la nación, al estado, a la utilización perversa y excluyente de los límites. Al concepto interesado de dentro bueno, fuera malo, que tan bien han ido sabiendo utilizar los que se hacían más fuertes, los elegidos por dios, aunque dios nunca haya dicho nada, o por los hombres para acotar, dominar y agrandar sus dominios.
Y saltando de concepto en concepto, de siglo en siglo, de civilización en civilización, mi mente me trajo hasta estos nuestros días y encontré divertido pensar que el hombre parecía evolucionar pero solo había pasado de la aldea rupestre a la aldea rural, de la aldea rural a la aldea castrense, de esta a la aldea ciudadana y llegábamos a día de hoy a la aldea global.
“… encontré divertido pensar que el hombre parecía evolucionar pero solo había pasado de la aldea rupestre a la aldea rural, de la aldea rural a la aldea castrense, de esta a la aldea ciudadana y llegábamos a día de hoy a la aldea global.”
Pero, no podía ser de otra forma, mi mente no se conformó con viaje tan agitado. No, me puse a comparar cuales eran las diferencias y similitudes. Cuál era el avance efectivo de esta soberbia civilización que pretende conocer todos los secretos del universo, que pretende saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.
Hemos logrado crear un lenguaje que permite describir lo indescriptible, abarcar lo inabarcable, concebir lo inconcebible. Hemos logrado guardar memoria de quienes fuimos, entender lo que sucedió cuando no estábamos e incluso atisbar lo que será cuando nos hayamos ido. Podemos hablar de lo infinito como si fuera cotidiano, modificarnos por dentro y por fuera para extender nuestra vida, recorrer el planeta entero en pocas horas y comunicarnos con casi cualquier lugar del mundo al instante.
Podemos lanzar imágenes al aire y recogerlas allí donde nos convenga. Podemos difundir nuestra voz sin un soporte físico que la transmita. Podemos volar sin alas, sobrevivir en el vacío o sumergirnos en las profundidades hostiles protegidos por nuestros inventos.
Hemos alargado nuestra vida y aún no hemos alcanzado los límites de lo posible.
Y ya estaba prácticamente henchido del orgullo de pertenecer a esta civilización cuando mi mente, mi inquieta mente, ha llegado a lo que no me gusta.
Y lo que no me gusta es tan miserable, tan injusto, tan increíble, que es capaz de borrar todos esos logros de los que podríamos sentirnos orgullosos.
Porque en esta pretendida aldea global hemos permitido que el fuego tenga dueño y haya gente que se muere de frío por no poder usarlo. Hemos permitido que los hogares tengan dueño y haya gente sufriendo a la intemperie habiendo chozas vacías. Hemos permitido que el agua sea propiedad de algunos y nos obliguen a pagar por ella y por los caminos que recorre. Hemos tolerado que el alimento esté en manos de los que no lo producen y tiren lo que muchos necesitan para vivir. Hemos consentido la implantación de un sistema tan injusto que permite que haya unos pocos que acaparan en un día los que millones necesitan durante un año para vivir. Nos hemos plegado a comerciar con el conocimiento, con la salud, con el bienestar, con la seguridad, con la hospitalidad e incluso con la felicidad.
Tal vez esta moderna aldea que abarca a tantos, que no a todos, sea una buena idea de base, pero el ansia, la avaricia, el afán de dominio, de poder, de algunos ha convertido esta aldea global en una aldea injusta, inhumana, insolidaria. Un mundo de esclavos pagados, de siervos en libertad, de lacayos con pretensiones de señores. Una farsa donde las migajas de unos pocos, las que tienen que ceder para aumentar su poder, sean el pan de algunos y la miseria de la mayoría.
No concibo una aldea primitiva en la que alguien muriera de hambre en medio de la abundancia, en que alguien muriera de frío por no permitírsele acercarse a la hoguera, en que alguien durmiera a la intemperie habiendo chozas vacías.
Me parece que como el protagonista de “Un Mundo Feliz”, yo acabaría eligiendo la utopía del salvaje, pero hoy por hoy aquí sigo, viviendo en la aldea global, viviendo la distopía sin saber qué futuro nos puede esperar, paladeando la fatalidad.