“…Yo era uno de esos cientos de personas que salen en las buenas mañanas de mayo a dar un paseo de pasos lentos y sol por el Retiro, a recrearse un poquito en el pasado y a esperar a que el futuro por lo menos fuera igual de tranquilo que el presente.
No tenía nada más importante que hacer ese domingo de modo que, a eso de las doce la mañana me encontré sentado casi sin darme cuenta en un banco de color verde un poco gastado, mirando al estanque que ese día estaba pintado de azul turquesa.
Y sobre su superficie de espejo al menos una decena de pequeñas barquitas de remos blancas y rojas imitaban, con humana torpeza, el elegante nadar de los cisnes que un poquito más allá, en las aguas tapadas por el sauce, intentaban, también sin conseguirlo emular la voz humana.
Aquella imagen me produjo una sensación tan placentera que debí de quedarme dormido al menos una hora porque, al despertarme, el parque se había quedado prácticamente vacío, señal inequívoca de que la hora de comer se estaba acercando.
Recoloqué un poco mi pelo y abrí y cerré mis ojos tres o cuatro veces seguidas para saber que ya estaba despierto del todo y que el viento que sentía en mi rostro era real y no el verso perdido y suelto de un poeta que había extraviado a su musa entre un macizo de flores.
Miré el reloj. Las dos menos cuarto. Aún era pronto.
Para mí, hombre de costumbre fijas, que come siempre a las tres y diez, como máximo, aquella hora tenía todavía pantalones cortos, de modo que como era finales de mes y me sobraban doscientas pesetas que no sabía en qué gastar, ordené a mis pies que tomaran rumbo Nor-Noroeste, camino de la Cuesta de Moyano.
Siempre que me pongo los zapatos negros de cordones, y aquel día los llevaba puestos, estos me hacían dar un rodeo que pasaba necesariamente por la escultura del ángel caído, representación en bronce de la expulsión al abismo del alado más querido por Dios, ése que intentó ser más poderoso que su creador, que intentó ser humano.
Y yo, me quedaba mirando su cara de desesperación, sus enormes alas de cisne, sus deseos de venganza, el odio contenido e infinito de su mirada de pupilas vacías.
Siempre una infinita pena por él me embargada y un deseo de ayudarle surgía siempre de mi interior. Sabía que era malo, que no estaba bien lo que había hecho, pero aún así y a pesar de todo, un sentimiento de oculta conmiseración brotaba casi inconscientemente de mí.
Tenía que morderme la lengua para preguntarle porqué lo había hecho, cuál era la causa de su oscuridad de noche…
-Tranquilo hombre… Pero cómo le vas a hablar a una estatua de bronce? –me decía a mi mismo muchas veces- cada día estás peor, venga clava la mirada en el suelo y continúa recto, no vuelvas la vista atrás-.
Agaché la cabeza y miré a los millones de piedrecitas del suelo, enfilando paseo abajo hacia la salida que me sacaría del Retiro. Acababa de nublarse y los castaños de Indias movían sus hojas llamándome.
En ese momento me hablo. Una voz cavernosa, metálica, imprecisa y balbuceante, golpeó mi espalda, haciéndome daño.
-No te vuelvas, no te vuelvas!!!. –me gritaba una voz interior de plástico-
Pero me volví. Y los zapatos negros de cordones me arrastraron hasta él…
-Agáchate.
Mi cuerpo ya no obedecía mis órdenes, ya no era yo el que controlaba mis brazos o mis piernas, sino algo exterior, húmedo, con olor a muerte y a desgracia…
Me puse de rodillas y una mano invisible empujó mi cabeza contra la suya…
-Bésale!!!, me dijeron un grupo de gorriones que picoteaban con furia los últimos bocados de un Sándwich de jamón y queso que alguna muchacha anoréxica, llena de culpa, habría tirado, dejando los dos últimos bocados, pensando que no era nada más que una gorda y estúpida niña llena de michelines.
Pobre, apareció al día siguiente colgada de un árbol como una morcilla. Apenas pesaba treinta quilos y tenía dieciocho años. Tenía los labios pintados con un carmín negro. El beso había sido dado.
-Bésale!!!, volvieron a decir los gorriones, esta vez carentes de pico y con ojos saltones de sapo.
Y le besé, igual que un beso de enamorado.
Y el mundo se volvió turbio, como el agua llena de pelos del lavabo de un prostíbulo.
No sé que más pasó.
Cuando abrí los ojos un grupo de gente se arremolinaba en torno a mí. Unos me sujetaban, otros, muy parecidos al populacho de bocas negras y carentes de dientes de las tablas de Van Eyck, me insultaban y lanzaban puñetazos invisibles con sus lenguas hinchadas.
-Asesino, asesino!!! Matadle, matadle de una vez…!!!
La multitud me arrastraba; golpes, patadas…
Me vi sangrando con una corona de espinas sobre la cabeza.
-Pero qué es lo que hecho? –gritaba una y otra vez- qué es lo que hecho?… Dios mío….Ayúdame!!!!.
La turba enfebrecida me llevaba en volandas Cuesta de Moyano arriba. En los puestos ya no había libros, sino hombres y animales deformes que fornicaban unos con otros…
-Ven, ven aquí, deja tu pesada carga y ven con nosotros…
-No, no quiero, dejadme, dejadme…!!!
Los árboles del Jardín Botánico se habían secado y de sus ramas pendían, piernas, brazos y cabezas descuartizadas que se movían y hablaban a su antojo en las mil lenguas que la tentación tiene.
Y el miedo se hizo carne, convirtiéndose en un viejo enjuto y raquítico, que desnudo corría delante de mí.
Al final de la cuesta. Una cruz de madera me esperaba.
-Bésale, bésale de nuevo y tu sufrimiento cesará –decía una voz chillona salida de cada una de las espinas que se clavaban en mi cabeza-.
-No, no quiero, yo no quiero…NO QUIERO!!! –grité hasta quedarme sin voz-.
Me clavaron en aquella cruz y en aquel momento vencí a la muerte.
Los puestos de la Cuesta de Moyano desaparecieron, la muchedumbre transformó sus caras alocadas y febriles en otras dulces y apenadas, llenas de tristeza. Algunos lloraban, otros sólo miraban con curiosidad.
-Por favor, apártense, apartense…dejen espacio por el amor de Dios!!!.
Dos hombres y una mujer vestidos de blanco, me bajaron del calvario, dejándome en el suelo gris asfaltado de la calle.
-Uno dos, ahora!!!…otra vez….Uno, dos…ahora!!!!.
Lo intentaron cuatro veces más, después lo dejaron…
Yo me sentía bien…
Me quitaron la corona de espinas y me cubrieron con una manta de oro y planta.
Antes de que aquella mujer de azul me tendiera su mano y me dejara volar con ella por encima de Madrid, oí los cada vez más lejanos comentarios de uno de aquellos ángeles blancos que me habían liberado del infierno:
-Ya van cuatro esta semana, Jesús bendito!!!, Elena rellena el informe previo para el forense…
-Causa doctor? –dijo Elena con un bolígrafo “Bic” en su mano izquierda y un formulario de 112 en la derecha.
-Muerte por sobredosis Elena…Venga, recojamos los aparatos. Agente, esperan ustedes al juez, no?.
-Si si, no se preocupe…Oiga no le parece curioso que el muchacho no llevara zapatos?…
El doctor se quedó un rato mirando sus pies desnudos y pensado.
Mientras, en el interior del Retiro, unos zapatos negros de cordones, hacen guardia frente a la estatua del Ángel Caído…”