REDENCIÓN…

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Un no saber que no mata, pero te encoge poco a poco. Te arruga hasta hacerte tan pequeña como la diminuta brizna de un segundo. Ese desconocimiento que te preocupa, te duele y te rasura la piel un poco cada día. El camino entre pensar que te había ocurrido algo a culparme de todo. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, así concluí que te había echado de mi vida, que callaste para no hablar.

Foto de la autora del Texto

Acabé sintiéndome la mosca cojonera en el cuello de un caballo; el gusano que se cuela por cualquier agujero de putrefacción donde encontrar restos; el moho que cubre la piel de una naranja por la que pasa el tiempo sin que a nadie le apetezca. La complejidad de sentir todo y sentirte nada.

Tu ausencia sin adiós solo dejó una mancha a ras del suelo. Ahí me quedé, inmóvil, esperando no ya tu vuelta, tan solo esa palabra que pusiera punto final a mi existencia en nosotros, que no a la tuya.

Ahora no me atrevo a decirte nada de esto, lo pienso, pero no lo digo. Mi mirada no puede despegarse de las manchas de mi piel. De esas manos vestidas de gitana con lunares desteñidos, de salpicaduras de años, de años sin ti.

Permaneces a mi lado sin rozarme, sentados en ese banco del parque donde has pedido que nos viéramos. Me pareció bien encontrarnos allí, abuelos mimetizados con la madera que cada vez tenemos más cerca, como hogar perenne.

Tú hablas, yo no escucho, tal vez palabras sueltas: «necesito pedirte perdón», «lo hice todo mal», «no me atreví»… Y todo lo oigo con un fondo musical, con la melodía de una canción de cuando era niña, de esas con las que se saltaba a la comba. Quizá porque ya no quiera saber, o sí quiero, pero no me atrevo.

Los diez años que han pasado desde la última vez han dejado mella en todos los lugares de nuestro cuerpo, más allá de las manos, esas, las tuyas que todavía reconozco bajo ese caparazón que las fosiliza, pero yo sigo adivinando suaves.

Una invisible sonrisa comienza a nacer en mi boca, solo se ve desde dentro, es la grafía de esas cosquillas que ya conozco, unas alas de mariposa que rozan las paredes de mi estómago. Tu voz, solo tu voz, hace que vayan saliendo del capullo, una a una, como si se animaran entre ellas a eclosionar.

Ya no te pareces a ti, como yo no me pareceré a esa que co¬nociste, pero has tenido la amabilidad de decirme que soy hermosa… Hermosa… Ese cumplido te pertenece, esa palabra que siempre imagino inmensa desde que tú me la regalaste aquella primera vez.

«Nunca te he olvidado» creo escucharte. «¿Y yo a ti? ¿Crees acaso que yo te he olvidado a ti?», respondo sin hablar, sin mover los labios para no delatar la sonrisa, el revoloteo de mis tripas me hace reír.

Esa es tu última frase, también callas. Me miras, no lo veo, pero lo siento, tus ojos clavados en mi sien intentando adivinar qué pienso. El banco cruje bajo los pasitos de tu mano acercándose a la mía, cierro los ojos pudorosa, toda la intimidad del universo está en esa caricia que se aproxima, y no sé qué hacer con ella. Es el dedo más pequeño el que siente tu contacto, áspero y caliente, como si tuvieras guardado el sol en la palma de la mano para darme calor.

Es entonces cuando todas esas mariposas, que en un tiempo fueron blancas, escapan volando de mi boca, llevándose todas las palabras sobrantes e inútiles ya, colgando de sus alas. Dibujando una primavera en las hojas del otoño.

 

Texto del último libro de la autora: «Cuentos de Ulises mudo, sirenas varadas y otros mares» de Ediciones Bohodón.

 

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