Aquel hombre hacía listas y más listas, como si coleccionara trozos de experiencias. Llevaba un diario donde el detalle le roía el papel y la vida. Y lo dicho cobraba demasiada importancia, cargado de principios justicieros a modo de mandamientos. Aquella semana escribió: ayer me levanté a las 8, y se cumplió: toda la semana se levantó a las ocho, saliendo de la cama de un respingo …
Y así, con cada detalle, se ataba irremediablemente a algo más que un hábito. Tenía sus ventajas eso de entrar en vereda, de cumplir con las normas que iban llenando su vida. Esa sensación de poder domeñarla. Al principio pensaba que era casualidad, y le encontró el gusto, pero comprendió por fin que había labrado su propia cárcel y que ya no le quedaba espacio ni para respirar. Sólo un resquicio para pensar en cómo salir de ahí.
No quería renunciar a su diario que le guardaba compañía y le daba seguridad, pero comprendió que tenía que enterrarlo, incluso quemarlo. Pero no se avenía a destruir las paredes de su cárcel.
Abrió un nuevo capítulo que tituló: “la lista de los deseos” y fue así cuando se le agrandó la letra y las hojas se llenaron, como si el viento esparciera palabras nuevas:
¡Que gonglorio!
¡Que alagaría!
¡Qué petrinela!
¡Siempre trotronando!
Los deseos, así formulados para que nadie los entendiera (ni él mismo) fueron cobrando forma: al poco tenía un perro cachorro, a los pies, en la cama. Por la mañana le cubría la cara a lametazos.
Al poco, tenía novia: le esperaba a la vuela de la esquina para darle un susto ni grande ni pequeño. En el desencuentro, acababan abrazados y después, cada uno por su lado.
Al poco, le esperaba el puchero caliente a la vuelta del trabajo, ya en casa: garbanzos con chorizo o lentejas con puerros y pimienta.
Al poco, le salía un rubor en las mejillas que no había quien lo quitara, ni con jabón, ni con agua. Como ungido por una salud repentina.
Al poco, le salían amigos y más amigos: ¡a ver cuándo te pasas por casa!, le decían. Al poco aprendía a aceptar las invitaciones y también su casa se llenaba de visitas…
Al poco, se le abrió el pecho en dos partes para decir que si y que no al mismo tiempo; para disfrutar del placer y del disgusto; de lo bueno y de lo malo, sin apenas distinguirlo. Por fin se le abrió el camino del medio, se le entreabrieron los labios, y comenzaron a caerle suaves siestas sobre los ojos y los párpados. Como una caricia que fuera cerrando y abriendo; abriendo y cerrando las puertas de tantos placeres: lentejas, novias, amigos y el perrito… lamiéndole la cara.