A veces nos creemos con la obligación de querer cambiar a los demás, bien porque desde nuestra perspectiva pensamos que están equivocados o bajo una influencia externa de enajenación mental.
Sin embargo, se trata de un deseo que, aunque común en las relaciones humanas, ya sean personales, familiares o profesionales, resulta contraproducente, sobre todo en personas adultas, fundamentalmente porque estamos ante una percepción personal que, por mucho que se ajuste a la realidad, no somos quienes para intentar cambiar el rumbo que cada cual se haya marcado en su vida; máxime si a quien pretendemos dirigir padece una patología emocional o psíquica, porque en este caso debería ser tratado por un especialista en salud mental.
Bien lo percibamos como una necesidad, como un deseo o como un impulso, la prudencia nos debe señalar que lejos de ayudar, puede ser contraproducente y generar resistencia, conflictos y frustraciones. Sólo nuestro mundo está en nuestras manos, al igual que el de los demás en las suyas y, aunque la intención de cambiar a otros nazca de buenas intenciones, pretendiendo que nuestros seres queridos sean más saludables, más felices o más exitosos, sin embargo, es esencial reconocer que cada individuo tiene su propia identidad, experiencias y deseos; de manera que debemos ser conscientes que de acuerdo con la psique humana intentar imponer cambios puede ser interpretado como una falta de aceptación y respeto hacia su individualidad. Ni siquiera por la vía del consejo, como mucho, podremos hablar de nosotros mismos, de nuestro camino hacia el cambio, pero siendo conscientes que lo que a nosotros nos ha servido no necesariamente se convierte en una medicina para los demás, porque sólo el cambio verdadero y duradero puede surgir de una decisión interna y voluntaria, no impuesta o sugerida.
No es posible sacar a alguien que nos importa, bien sea un amigo, nuestra pareja, un hijo o cualquier otro familiar de una influencia externa dirigiendo su vida, intentando que vea que está equivocado, como puede ser la pertenencia a una secta, porque desde su estado de abducción los equivocados somos nosotros. Además, en lugar de centrarnos en cambiar a los demás, es más eficaz inspirar el cambio a través del ejemplo. Cuando demostramos comportamientos positivos, habilidades de comunicación asertiva y una actitud comprensiva, podemos influir en los demás sin necesidad de imponer desde una actitud de superioridad y tampoco de sumisión, pero mucho menos como cumplimiento de un deber de rescate, porque lo que conseguiremos es hipotecar nuestra vida al arbitrio de quién pretendemos cambiar que, afectará finalmente, a nuestra salud mental e inevitablemente en el bienestar de quienes nos rodean y convivimos. El apoyo, la escucha activa y el respeto por el proceso personal de cada uno son fundamentales para fomentar un ambiente propicio para el crecimiento y la transformación.
Además, es crucial reflexionar sobre nuestras propias motivaciones para querer cambiar a los demás. A veces, este deseo puede ser una proyección de nuestras propias inseguridades, prejuicios o expectativas no cumplidas. En estos casos, trabajar en nuestro propio desarrollo personal y en la aceptación incondicional puede ser más beneficioso y menos conflictivo.
En conclusión, aunque el deseo de transformar a los demás puede parecer noble, es vital abordar este impulso con cautela y empatía. La clave está en apoyar y motivar, no en imponer. Al respetar la autonomía y el ritmo de cada individuo, podemos contribuir a un entorno más armonioso y propicio para el crecimiento mutuo.
Me ha encantado.
Sin duda, pretender que los otros cambien es absurdo.
No añado nada al respecto, porque todo queda dicho en este artículo de forma magistral.