Siempre he afirmado que el mundo es de los ingenieros. Ahora me doy cuenta de que no lo decía en serio.
Es posible que la realidad supere a la ficción, pero creo que, desde luego, no la mejora. Fíjense: en el mundo de carne y hueso, podríamos haber disfrutado de Sheldon Cooper, uno de los protagonistas de la inolvidable serie Big Bang Theory: un científico maniaco y excéntrico, dotado con una increíble capacidad mental que lo conduce a un merecido premio Nobel y, al mismo tiempo, con un síndrome de Asperger como un piano y un corazón de oro.
En su lugar tenemos a Elon Musk, un ingeniero maníaco y excéntrico, dotado con una increíble capacidad mental que lo ha conducido al éxito empresarial y, al mismo tiempo, con un síndrome de Asperger como un piano y un corazón de piedra. Este “reverso tenebroso” de nuestro amigo Sheldon cree haber comprado la presidencia de los Estados Unidos (no por los 200 millones invertidos en la campaña electoral, sino por los 44.000 millones que pagó por Twitter, hoy una letra del alfabeto), y se ha convertido sin duda en el empresario líder de los llamados “technobros”, unos señores que se consideran con derecho a influir en el pensamiento y, sobre todo en la conducta de millones de personas, no porque sus ideas sean o no atractivas, sino sencillamente porque disponen de altavoces fuera del alcance de cualquier gobierno o medio de comunicación. Un genio defensor de un sueño americano selectivo, cuyo padre posee una mina de esmeraldas en Sudáfrica. Toda una oda a la meritocracia.
Se puede fantasear con los objetivos reales de este caballero, pero eso no es lo interesante del personaje. Podemos intuir que detrás de esta incursión en la política (y fíjense que digo incursión, pero no inmersión) se esconde la voluntad de restringir las regulaciones federales que afectan a sus negocios, la intención de contribuir al desmantelamiento del Estado (de por sí minúsculo en Estados Unidos, al menos en su faceta social), o al establecimiento de un tecnofeudalismo que sustituya al cascadísimo modelo de democracia liberal que parece dar boqueadas de asfixia. En este sentido, es probable que haya subestimado (como todos nosotros) al anciano y majareta Donald Trump, que es un fanático autoritario narcisista, pero no es tonto. Ya hay quien predice una ruptura entre ambos personajes, puesto que tarde o temprano sus egos salvajes terminarán por enfrentar dos visiones completamente diferentes.
Esa no es (en este artículo) la cuestión. Lo es la admiración que este hombre suscita entre muchas personas, en general varones jóvenes bien formados, cuyas opiniones me he encontrado en diversos foros. Por decirlo llanamente, estos opinadores están positivamente maravillados por la capacidad de Musk de conseguir sus objetivos, sin importarles cómo y con qué medios lo ha hecho. Alguna meta tan grande como por ejemplo auparse, en una especie de tándem informal, a la oficina más importante del mundo. Al parecer, invertir 44.000 millones de dólares en una empresa ruinosa, despedir al 80% de su plantilla y convertirla en una herramienta de clamorosa manipulación y tergiversación (no solamente dando libre circulación a todo tipo de bulos, sino sencillamente manejando el algoritmo de visibilidad de las publicaciones en función de sus preferencias políticas personales) es un medio aceptable si el logro vale la pena. Conseguir que su amigo Trump (a quien seguramente desprecia) llegue por segunda vez a la Casa Blanca, como la Mastercard, no tiene precio.
Dicen los aduladores deslumbrados por Elon Musk que este desprecia la gestión y solo se preocupa de los objetivos concretos del proyecto, saltándose niveles intermedios y dirigiéndose, cuando considera que debe hacerlo, a los responsables directos de una tarea. Que solo quiere hablar con ingenieros porque solo entiende (y quiere hablar) su lenguaje. Que no le interesa la vida personal de nadie y que solo acepta el teletrabajo cuando ya se han hecho al menos 40 horas presenciales en la oficina. Que un mundo gestionado por él sería no solo más eficaz, sino también más eficiente.
Detrás de esta visión aparentemente ingenua sobre la extraordinaria cualificación de un solo ser humano, subyace una visión, a mi juicio, doblemente peligrosa: la primera, es la desacreditación de la democracia como un sistema superado, en tanto que irreparable. La extraordinaria y permanentemente compleja negociación sobre los intereses públicos y privados que tiene lugar en un sistema democrático tiene tal dificultad que el debate ha sido sustraído de la masa inculta por parte de unas élites que lo han tergiversado en su favor. Siendo esto seguramente cierto, Musk no ha dudado en hacer uso de las mismas herramientas de manipulación utilizadas por quienes pretende apartar, pero no tanto para remediar el déficit democrático, sino para suplirlo con una tecnocracia autoritaria de los mejores.
El segundo riesgo lo constituye el desprecio miope que esta visión racional y ultrautilitarista muestra hacia una parte integral de nuestra esencia: nuestro componente emocional y simbólico. Gestionar el mundo como un ingeniero “puro”, centrándose únicamente en objetivos, sin detenerse en las personas, es cometer el mismo error que las teorías económicas tradicionales llevan cometiendo una y otra vez: suponer que obramos de manera consistentemente racional. Quizás Musk sea consciente de ello, y al ser altamente incapaz de gestionar las emociones, se haya concentrado únicamente en la obsesiva gestión de los detalles. Puede que sea lo único que sabe hacer, dada su condición, y desde un punto de vista exclusivamente técnico, quizás sea un acierto. Pero si sus seguidores piensan que el mundo será mejor bajo el Asperger que sin nosotros, los pobres seres humanos desprovistos de talento para la ingeniería, que desgranamos nuestros pensamientos en artículos, libros, canciones o pinturas, están muy equivocados.
La inteligencia artificial será, cuando se aproxime al hecho singular (lo que, al parecer, todavía está por llegar), el mayor desafío que haya tenido nunca la humanidad. Es posible que la IA, en el camino hacia su autoconciencia, gestione el ciclo de las emociones y la oxitocina (como las redes sociales gestionan ya nuestra dopamina), y que incluso, como en “Un mundo feliz” de Huxley, sea capaz de producir obras de literarias y musicales para el consumo de masas, prescindiendo de los grandes mercachifles del arte (a los que por cierto, nadie echaría de menos). Pero, salvo que se pretenda suprimir nuestra animalidad, y por lo tanto nuestra humanidad, los seres humanos que no quieran convertirse en máquinas, necesitarán de empatía, orgullo, presunción, envidia, cotilleo, compasión, egoísmo y afán de cooperación. En definitiva, como dice un escritor a quien admiro, el mundo precisará de “Ingenieros de letras” cuando llegue el momento de decidir qué queremos ser.
Y si el señor Musk no lleva nada de eso en su bagaje, lo más seguro es que acabe siendo un personaje de la culturilla popular que terminó sus días en Marte en soledad; eso sí, inmensamente rico. Veremos.