El mundo esta enfermo, tú y yo, todos nosotros estamos enfermos, contaminados, en parte por el odio, pero también por la soberbia, y lo peor aún, por el cáncer que fluye por nuestras venas y que nosotros mismos hemos provocado destruyendo el árbol de la vida.
No veo los arrecifes, sólo plástico. Los peces se mueren. Los ecosistemas se destruyen por la barbarie del progreso. Bosques sin árboles. Ríos sin agua. Especies en peligro de extinción… ¿Qué hemos hecho?.
Huelo el fétido olor que sale de las alcantarillas. Las ratas lo invaden todo. El CO2 del humo de las fábricas no me deja respirar, me ahogo, me duelen los pulmones. Quiero expulsar el alquitrán que llevo dentro y no puedo.
La noche no existe y el día tampoco, hemos cambiado tanto la hora que no se ni el día en el que vivo. Las nubes de ese gas venenoso procedente de nuestra propia existencia tapan la luz del sol, de la luna y de las estrellas, ya no hay firmamento. Siento frio, un frío que nunca había sentido, un frio que me arrebata el alma, que me desespera pensando en mi inconsciencia, en mi cómplice actuación contra la vida, contra el mundo, contra los demás.
Me cruzo con ellos y ellas por la calle. Somos sombras del pasado, figuras descoloridas, pálidas, con los labios morados por el veneno que nosotros mismos hemos fabricado intentando alargar la vida más allá de los límites permitidos.
Los manicomios han vuelto a abrir sus puertas. Hordas de enfermos del alma los abarrotan. Tienen la mirada perdida, triste y gris. Pijamas de rayas azules y asalmonadas sin llegar a ser rosas permiten diferenciar a los hombres y a las mujeres. Todos tienen la cabeza rapada dejando a la vista ese ingerto que nos hicieron al nacer que a modo de puerto USB nos permite conectarnos a la máquina que nos controla. Somos esclavos del sistema, ya no tenemos alma porque nos la han arrebatado.
Vivimos en guetos controlados por los ricos con arreglo a normas discriminatorias impuestas por ellos, y a una distancia suficiente como para no verse contaminados por el aire que sale de nuestros pulmones. Somos parias sin redención, abocados igual que el planeta a una muerte segura tras esta larga enfermedad, en la que el dolor cada día es más intenso y la locura más incontrolable.