El ser humano no escaló a lo más alto de la escala evolutiva por su capacidad de fabricar herramientas complejas, o por domesticar el fuego, sino por desarrollar el pensamiento simbólico. Que ha demostrado, en numerosas ocasiones de nuestra historia, ser un arma de doble filo capaz de inventar muchas patrañas.
Tendemos a atribuir a nuestro neocórtex, a nuestro “cerebro pensante”, el desarrollo de capacidades tremendamente prácticas y de enorme valor para la supervivencia, como las ya citadas. Es cierto que la capacidad de imaginar y planificar, a través de un complejo proceso mental, nos permitió ver un objeto cortante, o una aguja para coser, donde solo había piedras y huesos. Pero parece que la comunidad científica ha llegado a la conclusión de que el predominio final del homo sapiens sobre otras especies de homínidos se debe fundamentalmente al desarrollo de algo más: el pensamiento abstracto, indisociable de la aparición del lenguaje. Dicho sea todo esto con las reservas que impone la simplificación, pues otros homínidos emprendieron también el mismo camino. Sea como fuere, Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez, afirman en “La especie elegida” que, al final, somos la única especie sobre la tierra que parece preguntarse por el sentido de su existencia. Y eso también es obra de nuestra materia gris.
No hemos prevalecido por fabricar la mejores hachas de sílex, sino, como dice Yuval Noah Harari en “Sapiens”, porque las hemos usado con un propósito cooperativo: la supervivencia de la tribu, primero, la aldea, después, y finalmente la “nación” (palabra que me pone los pelos de punta). Para eso hemos tenido que creernos un montón de cosas que no existen. En un maravilloso ejemplo, Harari nos habla de la FIAT, un ente que en el sentido estricto de las cosas, solo está en nuestra imaginación. Y sin embargo paga nóminas, sus “representantes” firman contratos, nos vende sus coches a cambio de dinero. El artificio se basa en que todos convengamos mentalmente que la FIAT (y el dinero) son tan reales como nosotros mismos, y que puede ejecutar los mismos actos que los seres físicos. De un ejemplo prosaico y hasta cierto punto inocuo se llega, inevitablemente, a asuntos más serios: una cosa es contraer una deuda para comprarse un utilitario y otra es dar la vida por la patria. Sin embargo, sostiene Harari, nuestra voluntad de aceptar que hay algo más grande que nosotros, por lo que vale la pena luchar, nos proporcionó la cohesión necesaria para sobrevivir y, finalmente, imponernos a todas las demás especies.
Una de estas cosas grandes ha sido la religión. No se ha encontrado aún el gen de la piedad (aunque los científicos lo buscan), pero sí que parece indiscutible que la consciencia de la muerte nos hizo buscar un alivio, y que el hecho religioso es consustancial a nuestra naturaleza: quizás un ingrediente clave para nuestro éxito evolutivo. En su nombre se han cometido, en general, más atrocidades que actos de amor (porque en el fondo no se trata de eso), pero no cabe duda de que, al menos en la esfera privada, la religión es un elemento de consuelo, y en la social, de cohesión.
No se infiere de esto que las religiones sean buenas, o que Dios (Dios me libre) exista. Rascarse es necesario porque nos pica algo; pero no lo haríamos si no sintiésemos comezón. El mundo es demasiado complejo para dejárselo a las leyes físicas, que quizá nunca comprendamos del todo. Por eso necesitamos ese “algo más grande que nosotros” que nos ayude a vivir en este valle de lágrimas. Kant y Darwin, esos desalmados, destruyeron el concepto de Dios en la civilización occidental. Pero eso no quiere decir que no haya religión, o dioses a los que adorar. Harari sostiene que el ídolo de nuestros días, la suprema doctrina, es la creencia infinita en el ser humano, en la convicción de que somos un fin en sí mismo y que por tanto debemos adorarnos. Puede ser.
Más bien creo que el Homo Deus está acompañado por otras divinidades no menores: el dinero, la patria y la ideología. Así, llego a la conclusión de que nadie es, en realidad, ateo; es imposible sustraerse al hecho religioso-simbólico. Simplemente, en ausencia de Dios, elegimos adorar en mayor o menor medida una combinación de esa triada olímpica. Ya lo dice el billete de dólar: “In God we trust”. Y tanto. El dinero es, sin duda el ente todopoderoso: nos juzga todos los días sin necesidad de un Doom Day, puesto que nos asigna un valor objetivable, que a todos los demás les es dado conocer. Le servimos y lo acumulamos como el reflejo de nuestro éxito en la tierra y como un indicador de felicidad. En ausencia de recompensa eterna, por su disfrute terrenal vale la pena trabajar y sufrir.
Los otros dos acompañantes, que se sustancian (como los dioses grecorromanos) en infinidad de formas y modalidades, son los que nos confieren un sentimiento de identidad, de pertenencia a un grupo. El patriotismo puede ir desde la chabacanería aldeana hasta el imperialismo más furibundo, pasando por el amor irracional a los colores de un club de fútbol. La ideología abraza banderas como la bondad beatífica de la propiedad privada y la autoexplotación o la nacionalización de los bancos y la revolución proletaria (aunque eso ande ahora de capa caída), pasando por el odio al inmigrante y el racismo. Algo tiene que dar sentido a nuestras vidas y dar una solución a nuestros problemas y desconciertos. El nihilismo no existe. Siempre se es “-ista” de algo.
Por eso hay quien le pone un collar rojigualda a su perro, o cuelga una estelada en su balcón, o vota en contra de sus propios intereses y hasta en contra de la razón (aunque yo no sepa quién la tiene). Dice el historiador José Alvárez Junco que dentro de tres mil años España no existirá, y tiene toda la razón. Tampoco Cataluña, o la República Popular China; mucho menos la FIAT. Y sin embargo hay quien se aferra a las unidades de destino en lo universal como si fuesen una cuestión en las que nos va la vida o la muerte (espiritual). Y qué decir del capitalismo o del comunismo, que se llevará el viento de la historia como ya hizo con el esclavismo (que, por cierto, a un señor tan admirado como Marco Aurelio le parecía de lo más normal).
Por supuesto que el pensamiento simbólico es necesario, que un patriotismo sano (como el que recientemente se describió, de manera muy bella, en Plazabierta) es aceptable y hasta deseable, que tener ideales está bien. Creer en lo que solo existe en nuestras cabezas nos hace profundamente humanos, y no seré yo quien pretenda dejar de serlo. Pero que eso no nos impida utilizar las demás partes del neocórtex. Porque si no, nos dejaremos manipular por los políticos, que, sirviéndose de nuestro amor a la patria o nuestra ideología, nos arrastrarán deliberadamente al terreno de las emociones, al fango simplista del odio, mientras ellos juegan al verdadero juego, el del poder. Ya lo han hecho muchas veces. No se crean, ni por un minuto, a quienes dicen defender la patria española, o la catalana o la vasca, o a los pobres o a las clases medias (qué curioso que nadie dice defender a los ricos). Y si eligen creerlos, hagánlo con algo de escepticismo. La última vez que nos lo tomamos en serio, sí que fue una cuestión (literal) de vida o muerte.
Tal cual. Afortunadamente ese otro ente abstracto, esa nueva entelequia convivencial, la globalización, nos impide, de momento y en cierta manera, volver al mismo juego del pin, pan, pum, que la historia nos muestra tan afecto. Pero, tiempo al tiempo. Estupendo artículo.