PRIMATES EN EL HEMICICLO (1) EL PELO DE LA DEHESA

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Cuando era más joven creía, como Hegel, en la fuerza de la diálectica y el inevitable avance de la historia y las sociedades humanas a través de la tesis, la antítesis y la síntesis. Con los años he llegado a la conclusión de que la ciencia política más excelsa es la primatología.

Empecemos, tautológicamente, por el principio. Las cuitas, afrentas y peleas que a diario debatimos en las tertulias, en las televisiones o en este mismo foro, y por las que nos rasgamos las sacrosantas vestiduras, comenzaron hace unos cinco millones de años, millón arriba, millón abajo. En aquel momento el género homo (o sea, nuestros ancestros) comenzó su camino evolutivo, separándose de otro grupo: el género pan, constituido por nuestros primos los chimpancés y los bonobos, y con los que compartimos entre el 98 y el 99% de nuestro genoma. Lamentablemente, tenemos mucha más similitudes con los primeros que con los segundos. Dice Wikipedia que “los chimpancés son algo más grandes, más agresivos y dominados por los machos, mientras que los bonobos son más gráciles, pacíficos y dominados por las hembras”. Ya lo dice la zarzuela: “si las mujeres mandasen…”

Trancurridos cinco millones de años desde dichos acontecimientos, millón arriba, millón abajo, y concretamente unos cien años después de que Darwin matase a Dios (al del barbas, me refiero; al que arde en una zarza), Desmond Morris publicó “El Mono Desnudo” (1967), un librito que cayó en mis manos accidentalmente, y que sigue, tremendamente desgastado, encabezando en mi biblioteca la modesta sección de “mecanicismo biologicista” (como lo llama, con ironía, una amiga mía que aún conserva la esperanza en el ser humano). A él le siguieron títulos de Darwin, Richard Leakey, del propio Morris,  Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell, Jane Goodall o Peter Gärdenfors.

La tesis de Morris (que hago mía) es muy sencilla: por mucho que pretendamos ignorar la herencia genética de nuestro pasado evolutivo, el ser humano sigue siendo un primate. A pesar de compartir con otros grandes mamíferos ese gran hallazgo adaptativo que es el cerebro límbico (sentimos las mismas emociones, tenemos un cierto concepto de familia, muchas especies son claramente sociales), no vemos el mundo como ellos, sino como un gran simio. De ese hilo, y no de ningún otro, hay que tirar para entender quiénes y cómo somos en realidad.

Como todo ser vivo, pretendemos tan solo dos cosas: sobrevivir a través de la alimentación y la seguridad, y transmitir nuestro legado genético mediante la reproducción. Todo ello con un fin que no es individual, sino colectivo: la supervivencia de la especie. Las estrategias que los primates, incluido el hombre, desarrollaron para conseguir ese éxito evolutivo son las que nos han llevado hoy a que usted esté comprendiendo este texto, y yo haya sido capaz de escribir algo medianamente inteligible. Lo siento, no somos los sujetos de un destino manifiesto, ni los beneficiarios de un secreto designio divino. Somos los alumnos aventajados de un simio. Punto.

Jane Goodall nos demostró no solamente que los chimpancés, nuestros primos, tienen personalidades únicas e inconfundibles (algo que causó escándalo en su época). Además, sus investigaciones destruyeron las supuestas diferencias de comportamiento entre el hombre, ese ser superior, y el resto de esos grandes simios. A nivel social, estos viven en complejas estructuras grupales, en las que aproximativamente puede hablarse de “clases”. Los machos y las hembras de primer nivel se garantizan la mejor alimentación, para ellos y para su descendencia. Los demás, agrupados en escalas descendientes, tienen que conformarse con el resto, o buscar el ascenso jerárquico. La posición del jefe del grupo se basa en un liderazgo compasivo, basado en el ejemplo y la empatía, pero también en el uso proporcionado de la violencia cuando esta es necesaria. Cuando se hace necesario derrocarlo (por vejez, o por un comportamiento que los demás encuentran inadecuado), se conforman coaliciones, normalmente entre afines pero ocasionalmente incorporando también a rivales, que olvidan sus diferencias en aras de unos intereses compartidos. Estas luchas se saldan con la defenestración social, y a veces física, de los derrotados, y el encumbramiento o la permanencia en el poder de los vencedores. En definitiva, la estructura social se regula a sí misma para garantizar su supervivencia. Por supuesto, los chimpancés hacen la guerra y tratan de expandirse a territorios “enemigos” cuando escasea la comida o la población ha aumentado. Los agredidos se defienden, por supuesto, y si es necesario se recurre a la violencia extrema, incluso al canibalismo ritual. Finalmente, no son respetuosos con el medio que los rodea: los grupos devoran todos los recursos a su alcance en una determinada zona geográfica, y una vez agotada, se desplazan a otro lugar del bosque. Afortunadamente, su número no alcanza para detener el proceso de regeneración natural, y cuando regresan al mismo lugar, los frutos vuelven a estar ahí. Si ha leído hasta aquí, quizás se arrepienta de haber estudiado a Rosseau, a Hobbes, o a Ricardo. Total, todo está dicho en las selvas del Congo…

A nivel individual, el pan troglodyes es envidioso, ambicioso, capaz de mentir y de despreciar… Y se emociona ante la pérdida de un ser querido, es compasivo en ocasiones con otros miembros del grupo, cotillea sin parar, gasta bromas; incluso cuida de los enfermos y de los viejos. Un experimento reciente demostró que más del 50% del lenguaje gestual y corporal de los chimpancés es compartido con los bebés humanos, antes de que aprendamos a hablar. Dicho de otra manera: es posible que ambos, de alguna manera, pudieran entenderse.

Eso somos: un “tercer chimpancé”, que ve en colores para poder distinguir las frutas en los árboles; que no puede tener una visión sistémica y global porque estamos diseñados para vivir en pequeños grupos algo endogámicos dentro de la selva; que necesita de la cohesión social para sobrevivir, y al mismo tiempo, de una estructura jerárquica; que consume recursos sin pensar si mañana habrá suficientes. Los males del mundo (que son los nuestros) se entienden mejor si aceptamos que nuestra esencia animal lo condiciona todo. Quitemos dramatismo al telediario: vean a nuestros políticos en el atril, a los deportistas de élite celebrando un triunfo, a los intelectuales pagados de sí mismos, a todos y cada uno de nosotros, como monos desnudos. De verdad que es un alivio.

No vayan a pensar que esto conduce al nihilismo, o al darwinismo social. Al menos no es mi caso. Por el contrario, creo que es una cura de humildad para todos nosotros asumir que buena parte de nuestra conducta (especialmente en el terreno político) tiene un origen antiguo y al mismo tiempo sencillo. El impulso de la vida (que se sustancia de manera individual en la necesidad de poder y de forma colectiva en la necesidad de vivir en una comunidad jerarquizada), es el que lo mueve todo. La ética, la política, la religión, los grandes ideales… vinieron después, con el desmesurado desarrollo del neocórtex. Ya hablaremos de él, pobrecito.

Dos pequeñas notas para concluir: es una pena que nos parezcamos más a los chimpancés que a los bonobos, que resuelven sus problemas con la práctica del sexo y el frotamiento mutuo (consentido) de genitales. Estarán de acuerdo en que nuestra existencia hubiera sido mucho más divertida. Y, por si alguien pensare (sí, en futuro de subjuntivo) que estos argumentos constituyen una negación de la divinidad, les dejo unas palabras de Jane Goodall: “No tengo idea de quién o qué es Dios. Pero sí creo en un poder espiritual mayor. Lo siento en particular cuando estoy en la naturaleza. Es algo que es más grande y más fuerte que yo o cualquiera. Lo siento. Eso es suficiente para mí.” Aunque esto es tema de otro negociado.

1 COMENTARIO

  1. ¡¡¡ Cómo complicamos las cosas los mam(on)íferos !!! Gracias Nacho por tus reflexiones que no sé si seremos capaces de digerir. Como decía un viejo eslogan “Todos los días un plátano, por lo menos”

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