Todavía no me apetece entrar al trapo del cabreo existencial que, a mi modesto parecer, respiran las entradas recientes de algunas plumas amigas en esta bendita Plaza Abierta. Qué pereza. Aunque el gran circo de la política ya nunca ponga el cartel de “cerrado por vacaciones”, digo yo que en pleno mes de agosto los españoles, que somos más serios, deberíamos estar a otras cosas. Yo, por lo menos lo intento, y paso el estío en el corazón de la Celtiberia, lejos de las playas. Concretamente en la falda norte de los montes carpetanos: un pequeño pueblo segoviano, cuyo nombre por prudencia me reservo, nos acoge desde ya hace quince años. Y escribo que nos acoge porque ni yo ni nuestros ancestros provenimos de esta hermosa comarca. Es lo que tiene ser un pijo neorural.
Son, como tantos de ustedes saben, unas vacaciones diferentes, aunque tengan el mismo carácter colonizador e invasivo que la migración que el español realiza anualmente a sombrillas y chiringuitos. Familias enteras se desplazan desde la capital al pueblo de sus padres o de sus abuelos, llenando las calles de niños en bicicleta y de paseos bien caída la noche, cuando empieza la fresca. El bar (ese pilar sociológico sin el que cualquier pequeña población languidece) se anima más que nunca; los camiones discoteca recorren las plazas en fiestas, decoradas con banderines de colores que pronto perderán su color bajo la intemperie abrasadora. Las piscinas municipales y las charcas de los ríos rebosan de bañistas y colillas; el silencio de las noches, antes roto únicamente por el ladrido de los perros, se quiebra un día sí y otro también con las ansias de diversión de las cuadrillas juveniles y sus altavoces a todo meter. Ya ven: no es oro todo lo que reluce. Pero la olvidada luz de las estrellas y el canto de los pájaros valen la pena.
El aspecto del pueblo ha cambiado mucho en estos años, y son muchas las viviendas restauradas o de nueva construcción que, siguiendo de una manera más o menos rigurosa las ordenanzas municipales, ayudan a mantener una estética pseudorústica. Lejos quedaron las calles sin asfaltar, las casas sin luz y los retretes al aire libre. Pero, ay, su número de habitantes no ha dejado de disminuir en este tiempo. Tan cerca de Madrid, estamos en plena España vaciada. ¿Cuál es entonces el destino de este pequeño pueblo castellano?
Son muchas las voces que se alzan contra la despoblación, y muy pocas las cosas que se hacen. Soy profundamente pesimista en este sentido. Hay fibra, sí, pero ¿se dan las circunstancias propias para abrir una consultoría o un pequeño gabinete? No hay médico (las autoridades quieren cerrar la consulta más cercana y la farmacéutica suministra los medicamentos a domicilio por puro amor), y las escuelas están al menos a diez kilómetros de distancia. El modelo económico concentra las actividades más productivas en torno a las ciudades (como viene haciendo desde que dejamos atrás el Neolítico, no se vayan a pensar que esto es nuevo). Entre estas, las grandes se comen a las pequeñas, que acaban viviendo de la explotación turística de su pasado histórico. En cuanto a los pueblos, donde la construcción es la única (y cíclica) gran generadora de empleo, aprovechando la demanda de segundas viviendas para los capitalinos, las pequeñas iniciativas empresariales (productos locales, artesanía, restauración de cierto nivel) no alcanzan a sembrar una semilla lo suficientemente poderosa para atraer a más y más familias. No basta con idealizar la vida en el campo. Hay que hacerla vivible.
Cuando acabe el verano la mayoría de los habitantes de temporada regresará a la ciudad; algunos volveremos los fines de semana, evitando los más crudos del invierno, para no gastar mucho en calefacción. Aquí se quedará el dueño del bar, quien lucha para conseguir empleados estables y reza para que los fríos no sean muy fuertes y durante la temporada baja le lleguen reservas; le harán algún gasto los albañiles, a los que de momento no les falta trabajo, y los cuatro ganaderos que no conocen lo que es un fin de semana, que siguen en el oficio porque gracias a las subvenciones de la UE, todavía les echa cuenta. Seguirán aquí los viejos que, viviendo de sus pensiones, aún tienen fuerzas para evitar que sus hijos no los internen en una residencia. Estos hombres y mujeres, cuyo número es menor cada año por simple ley de vida, se encontrarán unos con otros en la plaza desolada esperando la furgoneta del pan o el camión del frutero, o en la misa recitada por el párroco, un cura negro de Cabo Verde. Su memoria cruda, y la sabiduría de sus huertos, corre el riesgo de desaparecer.
Algunos amigos trabajan con entusiasmo en proyectos de repoblación, en fundaciones culturales que quieren dinamizar la comarca. Benditos, y buena suerte. Yo solo veo, en estos días de canícula española, el polvo inmisericorde que levanto en los caminos rurales y el conservadurismo atroz de una Castilla que no tiene casi nada y está dispuesta a votar al primer imbécil a caballo que les promete que se va a ocupar de ellos en nombre de no se sabe bien qué esencias. Porque la verdad es prácticamente nadie ha movido un dedo. Seguro que los nuevos jinetes del apocalípsis tampoco lo harán: total, son ciento veinte vecinos.
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Es de sabios saber disfrutar de los pequeños/grandes lugares; pero esos jinetes que mencionas, ojalá me equivoque, creo que vienen al galope.
Entrañable artículo.
Muchas gracias.