“Charlot”, el entrañable vagabundo
Instalada en la humilde vivienda de una calle trasera de Kennington Cross la familia intentó recuperar su vida y el espacio perdido. Una amalgama de olores impregnaba el ambiente del arrabal, a última hora de la tarde prevalecía el olorcillo acre de la cercana fábrica de encurtidos Hayward. Junto a su restablecida madre regresó el asiduo contacto con la iglesia, la asignación paterna de diez chelines semanales, el esforzado trabajo de la costura y el incondicional amor al teatro. Charlie no mostraba demasiado interés por las distintas materias que aprendía en la nueva escuela, las encontraba francamente insulsas. En su madurez llegaría a pensar que “tal vez si alguien le hubiese dirigido con habilidad, ilusionando su pensamiento, nutriéndole de fantasía, estimulando su curiosidad, en lugar de hacerle memorizar números y fechas, quizá entonces podría haberse convertido en un hombre estudioso y culto”.
La pasión de Hannah por la escena incentivaba la suya propia. Una tendencia natural le empujaba a interpretar personajes cómicos y en cada oportunidad su madre le aseguraba poseer un talento innato, motivo por el cual se sintió decepcionado al no ser elegido para la representación navideña. No imaginaba que una mañana el maestro le descubriría en el recreo recitando un monólogo al compañero. El señor Reid quedó prendado con su arte y le exhibió cual orgulloso mentor en cada una de las aulas, profesores y alumnos reían a carcajadas, el clamoroso éxito se extendió en toda la escuela. El monólogo titulado, ‘El gato de la señorita Priscilla’ procedía de un periódico local, su madre le enseñó a interpretarlo. Con el tiempo y a través de su padre entró a formar parte del grupo musical de claqué, “Los ocho muchachos de Lancashire”. El señor Jackson dirigía al simpático grupo integrado por varios de sus hijos, avalado por su honestidad convenció a Hannah.
La formación escolar fue pospuesta, pero adquirió otros conocimientos durante la gira de varias semanas por la provincia. Aprendió los entresijos del vodevil más una disparidad de actuaciones circenses. Charlie cayó bajo el hechizo de la pluma de Dickens, fascinado por Oliver Twist leía y releía la novela de la que imitaba magistralmente a varios de los personajes. El emocionado director le presentó en el teatro de Middlesbrough como el niño prodigio recién descubierto. El público aplaudió enardecido la magnífica actuación. Además, el señor Jackson promovió una providencial obra en beneficio de Charles, quien la noche del estreno se dejó ver en el proscenio en evidente declive, agradeciendo aturdido y visiblemente fatigado las innumerables muestras de afecto. Hannah encontró a su hijo empalidecido, asustada habló con el director y acordaron dejarle en casa. No tardaría en llevarle de urgencia al hospital víctima de una crisis asmática. Sydney aligeró la carga materna marchándose aquella temporada con su abuelo, aprovechó la estancia para recoger lúpulo y ganar algún dinero extra, alternándolo con el empleo en la oficina de Correos y Telégrafos de Strand como repartidor de telegramas.
Charlie, ya restablecido, acertó a pasar una tarde delante del pub The Three Stags de Kennington Road. Al girar distraído la mirada hacia el interior se cruzó inesperadamente con la de su padre, en cuyo demacrado rostro brilló por un instante una luminosa sonrisa, hizo un ademán invitándole a entrar y él solícito acudió a la llamada. Le perturbó verle en tan deteriorado estado, los ojos hundidos, el cuerpo hinchado y una intermitente respiración. Hablaron, se interesó por su salud y preguntó por Hannah y Sydney. Le estrechó contra su pecho abrazándole larga e intensamente y besándole con una desconocida ternura, despidiéndose sin saberlo; tres semanas más tarde ingresó en el hospital de Saint Thomas aquejado de una hidropesía. Hannah le veía a menudo, pero siempre tornaba envuelta en un descolorido halo de tristeza y conmiseración. El religioso Jhon McNeil, en una de las visitas al enfermo dijo súbitamente, “bueno, Charles, cuando te miro solo puedo pensar en el viejo proverbio: lo que siembres recogerás”. -Vaya unas palabras para consolar a un moribundo- exclamaría Hannah indignada, considerándolas impropias de un reverendo. Poco después se produjo el deceso de Charles Chaplin Sr., tenía treinta y siete años.
El día del funeral amaneció nublado. El hermano pequeño de Charles, el tío Albert, se hizo cargo de las exequias. Vivía en África, coincidió que pasaba una temporada en Londres. Poseía extensas propiedades con caballos en el Transvaal, durante la guerra de los Bóers proporcionó ejemplares al Gobierno. Era un tipo fastidiosamente engreído al que conocían vagamente, en el trayecto en coche al cementerio de Tooting les dio un trato correcto sin abandonar sus aires de grandeza. Bajo la copiosa lluvia la solemne ceremonia se convirtió en un acto farragoso, macabro a los ojos de Charlie cuya tortura culminó en un llanto desgarrador. Tenía doce años. La familia los acompañó en el coche apeándoles cerca de su casa, a ellos les esperaba una despensa prácticamente vacía. Los Chaplin siguieron camino del restaurante al que iban a almorzar todos juntos.
Charlie estaba decidido a ayudar activando el ingenio, pidió prestado un chelín a su madre y compró unos ramos de narcisos en el mercado, preparó entusiasmado varios ramilletes y luego se instaló en la puerta de un pub para venderlos por un penique cada uno. La gente compadecida al verle con el brazalete de duelo se apresuró a comprarle la mercancía. Lleno de júbilo corrió a casa con los cinco chelines obtenidos. Hannah le miró asombrada y quiso saber de dónde provenía tan jugosa ganancia. Le explicó el negocio que había emprendido con los ramos de narcisos, pero su madre al oír hablar de los pubs puso el grito en el cielo y dio por finalizada la empresa en ciernes. – “La bebida mató a tu padre y el dinero que procede de ella solo nos traerá mala suerte”– lamentó acongojada. Probó fortuna ejerciendo de recadero en una abacería, de botones en una compañía de seguros médicos, Hool y Kinsey-Taylor, en Throgmorton Avenue y en las librerías W.H.Smith and Son. Le despedían al enterarse de su corta edad. Entonces se le ocurrió hacerse soplador de vidrio, aunque ya en la primera sesión el excesivo calor dio al traste con el atractivo trabajo, le provocó un desvanecimiento y acabó tumbado inconsciente encima de un montón de arena. Charlie enfermó de gripe y su madre insistió que debía retomar las clases en la escuela.
Repentinamente surgió una oportunidad para Sydney. Irrumpió alborozado en casa, había conseguido un empleo bien pagado en el Transatlántico de la Línea Marítima Donovan and Castle que hacia la ruta a África. De algo le sirvió aprender a tocar la corneta en el buque escuela Exmouth. Tenía dieciséis años cumplidos. Le adelantarían treinta y cinco chelines del sueldo para dárselos a su madre, al finalizar podría añadir las generosas propinas que hubiera conseguido. La reticencia de Hannah a dejarle partir suponía un reto. Sydney perseveró en el intento utilizando argumentos sensatos y alentadores para vencer los recelos maternos. Ella accedió a regañadientes dejándose contagiar por las halagüeñas perspectivas de sus hijos, el optimismo les condujo a una vivienda de dos habitaciones en Chester Street. El primer viaje transcurrió sin incidencias y pudieron celebrarlo escuchando seducidos sus exóticas experiencias.
Le hicieron llegar un nuevo contrato para realizar un segundo viaje con las mismas condiciones. En esa ocasión trascurrieron más de seis semanas sin noticias de Sydney. Hannah, alarmada, decidió escribir a la compañía naviera. En la respuesta a vuelta de correo decían que habían desembarcado a su hijo en Ciudad del Cabo a fin de someterle a un tratamiento por un eventual reumatismo. La información resultó demoledora. Charlie la observaba desde la cama, la veía concentrada en la tarea, sin quejarse, con la espalda encorvada sobre la máquina de coser bajo la tenue luz de la lámpara de aceite confeccionaba blusas a destajo por un mísero jornal. Con los ojos humedecidos y escuchando el monótono sonido del golpeteo de la máquina iba quedándose dormido, musitando una machacona y acuciante plegaria, el rápido regreso de su hermano. Pero el tiempo transcurría y la ausencia de noticias no hacía sino aumentar su preocupación. Hannah mostraba una extraña apatía, sumida en un inquietante silencio se sentaba junto a la ventana anhelando ver aparecer a su hijo, comenzó a descuidar la limpieza y a entregar camisas con fallos. El ritmo de trabajo disminuyó y una vez más terminaron por retirarle la máquina de coser.
Como de costumbre, aquel día, se desplazó a ver a su amigo Wally. Los McCarthy le invitaron a comer, sin embargo, un fuerte presentimiento le obligó a volver precipitadamente al hogar. Al llegar a Pownall Terrace los niños le comunicaron que su madre había ido por las viviendas repartiendo carbón como regalo de cumpleaños. Corrió por la acera y las escaleras, en el rellano intentó recuperar el aliento mientras abría la puerta. Hannah estaba inerte, con la tez macilenta y la mirada atormentada. Charlie se precipitó en su regazo sollozando, preguntaba si era cierto lo que decían. Ella le acarició exhausta y respondió en un susurro que buscaba a Sydney. Llamaron al médico, nada más reconocerla ordenó el ingreso de urgencia en el hospital. Una desolación absoluta se apoderó de él viéndola alejarse dócilmente por el pasillo del hospital.
En días posteriores procuró evadir el contacto con todo el mundo hasta no recibir noticias. Cierta mañana le sorprendió la casera animándole a entrar en la cocina donde le aguardaba un buen desayuno. A Charlie le inquietaba que llamase a las autoridades y le devolvieran al Orfanato de Hanwell, pero ella le prometió esperar un tiempo. Deambulando por los suburbios acertó a encontrarse con unos leñadores que trabajaban muy duro en un aserradero, preparaban pequeños haces de leña en un cobertizo. Se acercó y aunque eran hombres recios, poco expresivos, entabló amistad con ellos. Le agradó participar en el trabajo y no necesitó pedirles nada, al final de semana le ofrecieron encantados unos chelines con los que pudo comprar comida. Los leñadores le tomaron aprecio e inquietos le preguntaron por la escuela porque terminaba el período vacacional, él se las ingenió para no aparecer hasta la hora de la salida con el fin de no levantar sospechas.
Al fin, una noche antes de acostarse la casera le entregó un telegrama, era de su hermano, decía: “Llegaré mañana, a las diez de la mañana en la estación de Waterloo. Abrazos. Sydney”. Acudió a recibirle con mucha antelación, ignoraba cómo reaccionaría al verle tan desharrapado, la ropa desgarrada, sucia, y los zapatos rotos. El reencuentro fue conmovedor. Charlie estaba tremendamente angustiado y soltó de improviso lo ocurrido a su madre, una sombra de incisiva melancolía tiñó el desmejorado rostro de Sydney. Había adelgazado tras la estancia en el hospital de Ciudad del Cabo. Volvía contento con las veinte libras esterlinas que había ganado organizando rifas para los soldados. Recogieron su equipaje entre el que se encontraba un enorme cesto de plátanos, alquilaron un coche y regresaron al hogar. Los vecinos les saludaron impresionados y la casera le puso al corriente, a Hannah la habían trasladado de nuevo al manicomio de Cane Hill.
Sydney se ocupó primeramente del lastimoso estado de su hermano, le compró ropa nueva y aquella noche le llevó a cenar como era debido, después fueron a un palco del South London Music Hall. Con los ojos empapados de lágrimas le decía a Charlie mientras veían la representación, “imagínate lo que habría significado para mamá esta noche”. No tardaron en desplazarse a Cane Hill para verla, la espera resultó insufrible. Apareció con los labios azulados y la tez pálida, tuvieron la amarga sensación de que la vida la había abandonado. Sydney le contó el motivo de la demora, aseguró que estaba totalmente recuperado y expresó la ilusión que le hacía darle el dinero ganado. Ella escuchaba con aire desasosegado, sin reaccionar. Intentaron transmitirle ánimo haciéndole ver la necesidad de tenerla junto a ellos, pronto estaría bien. El médico explicó a Sydney que su mente se había lesionado a causa de una intensa desnutrición además de la preocupación, requería un tratamiento y tardaría meses en restablecerse. Al llegar a casa dijo en un tono enfático y reflexivo, “Charlie, estamos ante un momento decisivo de nuestras vidas, tenemos que tomar las decisiones correctas”.
Charles Chaplin