Hacía una semana que habían abandonado la mísera vivienda de Oakley Street para ingresar en el asilo, sin embargo una nueva pesadumbre abatió a la desventurada familia. Después de desinfectar sus ropas y raparles la cabeza, Sydney y Charlie, fueron ubicados en el pabellón destinado a los niños, y su madre con las otras mujeres. Sometidos a una terrible y forzada separación aguardaban impacientes el momento de verla. Llegó el anhelado día de visita. ¡Por fin! Cuando la puerta de la sala se abrió enseguida la distinguieron entre las demás, vestía el uniforme del centro, mostraba un semblante de infinita tristeza y parecía haber envejecido. Corrieron hacia ella envueltos en lágrimas, al verles su rostro se iluminó, los tres se fundieron en un intenso abrazo y lloraron juntos su desdicha. Enjugó las húmedas mejillas y acarició las rapadas cabezas infundiéndoles confianza.
Poco a poco iban adaptándose sin imaginar que en breves semanas irían a un lugar más alejado, a doce millas de Londres. Les llevaron a las escuelas Hanwell, un complejo de varios edificios destinado a huérfanos y niños pobres. Hicieron el viaje en el modesto carromato de un animoso panadero acostumbrado al trayecto, el sencillo artesano conducía hábilmente al caballo de tiro por el agreste e irregular terreno. La carretera comarcal discurría por tierras sembradas de trigo y huertas repletas de frutales que desprendían un delicioso aroma, una abundante arboleda de castaños culminaba el paisaje dotándolo de una singular belleza. El húmedo y perfumado olor campestre quedó grabado en el alma de Charlie, recordándole siempre el viaje a Hanwell.
Los niños anormales o enfermos eran enviados a otro sitio por ser considerados una nociva influencia para el resto, todos los recién llegados debían pasar un obligatorio y exhaustivo reconocimiento médico. Una vez superadas las pruebas Sydney fue al edificio de los chicos mayores y él con los más pequeños, aun no había cumplido los siete años y ya experimentaba una lacerante soledad. Las noches estivales incrementaban la desoladora separación de la familia. Antes de dormir los niños acostumbraban a cantar las oraciones arrodillados en el pasillo central de la diáfana estancia. Charlie, ajeno a los desafinados cantos contemplaba deprimido el decaer del crepúsculo solar y cómo la difusa luz se alejaba tímidamente del cristal de la ventana.
Después de dos meses recibió una grata e inesperada sorpresa, le reunieron con su hermano para hacer una visita a Lambeth. Hannah había solicitado salir unas horas con sus hijos y les esperaba ansiosa en el exterior del edificio. Felices de reencontrarse caminaron en dirección al parque de Kennington sin preocuparse demasiado del aspecto que les daba una ropa desinfectada y totalmente arrugada. Sídney improvisó una pelota con papel de periódico y los tres jugaron un buen rato. A la hora del almuerzo desató misteriosamente el pañuelo donde guardaba los peniques que había logrado reunir haciendo recados, compraron arenque, pastel y cerezas. Disfrutaron del momento como si no hubiera un mañana compartiéndolo sentados en un banco, abstraídos de la cruda realidad. Llegaron al asilo a horas intempestivas, los empleados les recibieron entre incrédulos y enojados. Ni siquiera la justificada reprimenda pudo arruinar la breve e inolvidable felicidad de aquel día.
El regreso a Hanwell resultó inevitable. En la escuela aprendió a escribir una seductora palabra, Chaplin. Al cumplir siete años le cambiaron al edificio de los chicos mayores, significaba estar cerca de su hermano y participar en actividades conjuntas, incluso en las largas caminatas fuera de la escuela. En Hanwell los niños recibían un decoroso trato, a pesar de ello una melancólica semilla arraigada en lo más hondo de sus tiernos corazones les acompañaba allá donde fueran, podía percibirse incluso en los senderos campestres por los que transitaban en filas de a dos. Los aldeanos les dedicaban curiosas e insistentes miradas cuando atravesaban el pueblo. Eran conocidos como los internos del “loquero”, nombre que daban al asilo, a Charlie le molestaba sobremanera semejante desprecio.
Entre las instalaciones de la escuela había una tétrica habitación donde encerraban a los chicos que cometían faltas graves. En el recreo de los jueves en cuanto sonaba la trompeta formaban filas y escuchaban tensos los nombres de los acusados. Serían juzgados al día siguiente. El castigo lo decidía un veterano oficial de marina ya retirado, el capitán Hindrum, en el pabellón del gimnasio en presencia de trescientos chicos. Destinaba una caña a los castigos leves. La vara de abedul, más rígida y resistente, aterraba a los jóvenes. No fue fácil presenciar el duro correctivo a uno de los chicos mayores por intentar escapar, al tercer golpe el desventurado se desvaneció y fue conducido a la enfermería, a Charlie le conmocionó tan espantoso espectáculo. Inexplicablemente, un jueves, dijeron su nombre. Le acusaron de prender fuego al retrete. No era cierto, pero temió mayor perjuicio si se declaraba inocente, enmudeció abrumado. Soportó con entereza el silbante sonido de la caña rasgando el aire, seguidamente sintió un sobrecogedor y paralizante dolor. Sydney lloró de impotencia al ver la escena.
Antes de cumplir los doce años daban a elegir a los alumnos entre ingresar en el ejército o en la marina, Sydney eligió la marina y fue enviado al buque escuela Exmouth. Charlie volvió a quedarse solo. En Hanwell tampoco estaban exentos de contraer enfermedades. Hubo una epidemia de tiña y él no se libró de la infección. Después de rasurarle la cabeza y ponerle yodo se la envolvieron con un pañuelo dándole aspecto de jornalero. Desde la planta de aislamiento los enfermos podían observar a sus compañeros en el patio de recreo, no pretendió acercarse a las ventanas porque conocía el rechazo de los chicos sanos por los infectados. Pero en medio de la desmesurada bruma recibió la inesperada y alentadora visita de su progenitora. Llegó como una renovadora y fresca brisa, le estrechó fuertemente entre sus brazos y le contó sus esfuerzos por conseguir un empleo.
Por suerte no tardó en vencer la enfermedad, su hermano dejó el buque y ambos partieron hacia Londres para reunirse con su madre. Durante una temporada vivieron en una habitación alquilada en las cercanías del parque Kennington hasta que finalizó el trabajo y no tuvieron con qué subsistir. La historia volvía a repetirse. Ingresaron en otro asilo, las escuelas Norwood correspondían a la parroquia del distrito y tenían un aspecto bastante más lúgubre. Un día mientras jugaba al fútbol en el recreo avisaron a Sydney de enfermería para darle una devastadora noticia, habían tenido que ingresar a su madre en el manicomio de Cane Hill. Siguió jugando bajo los efectos del shock tardando poco en derrumbarse y sumirse en una inconsolable llantina. A Charlie le invadió una infinita desesperación. Unos días después recibieron la noticia oficialmente, el tribunal impuso la custodia a su progenitor.
Recordaba vagamente al padre de sus primeros andares, el que cosechaba éxitos en el music-hall de Canterbury, luego la paternal imagen desaparecía en el tiempo. Ahora compartirían su hogar, resultaba turbador para ellos aunque tendrían la ventaja de conocer la zona. Los empleados les trasladaron al número 287 de Kennington Road. Abrió la puerta una mujer alta, bien parecida, de mirada nostálgica y aspecto cansado. Los funcionarios gubernamentales llevaron a cabo los trámites legales, luego se marcharon dejándoles al cuidado de ella. Louise, era su nombre, no disimuló su contrariedad ante la presencia de los hermanos. Las paredes de aquella casa parecían haber sido embadurnadas con una mezcla de hastío y pegajosa tristeza. En el cuarto de estar había un niño de unos cuatro años, poseía un hermoso rostro en el que sobresalían unos negros y grandes ojos. Charlie le miró fascinado, aquel niño era su hermanastro.
-Siempre me gusta caminar bajo la lluvia, así que nadie puede verme llorar-
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