Los resortes que mueven nuestras actuaciones son muy simples. El bien y el mal, bueno y malo, actuaciones correctas o no correctas, cuyo efecto inmediato es la satisfacción o, por el contrario, un sentimiento de culpa.
El problema es cuando la culpa se convierte en tu propia maldición, algo muy propio de las religiones monoteístas las cuales se fundamentan o encuentran su esencia en un libro sagrado en cuanto que procede de la inspiración divina (Tora, Biblia y Corán), todas basadas en la palabras de Dios y en el sentimiento de culpa por haber pecado, llevando, incluso, al fundamentalismo que radicaliza a sus practicantes hasta extremos realmente preocupantes.
El término pecado, del latín «peccatum», le concede un valor ético negativo, puesto que etimológicamente su raíz «pes», pecado es el «tropiezo» (Horacio, Epístolas, 1,1,8-9) que en el camino o, sobre todo, al salirse de él hace vacilar y caer al caminante. Siendo el criterio que nos permite discernir la existencia del pecado la propia conciencia que lleva a la persona a unos efectos de angustia y sufrimiento tal, que no permiten experimentar la libertad en su sentido más amplio, basados en el castigo eterno en el que la imagen de Dios genera temor, con una perspectiva de nuestra salvación o condena eterna que nos hace vivir en una constante reparación de los pecados.
«Los sentimientos de culpa son muy repetitivos, se repiten tanto en la mente humana que llega a un punto en que te aburres de ellos»
(Arthur Miller)
Efectivamente, cuando te liberas de la culpa dejas de estar constreñido a ese sentimiento negativo, a esa carga que hace que no experimentemos nuestra auténtica existencia, para pasar a vivir otra delimitada por dogmas o convencionalismos que, no sólo restan libertad a nuestros actos, sino que además nos convierten en siervos de un dios sediento de castigo.
La culpa existe porque existe el bien y el mal, no en el sentido de algo autoimpuesto, porque si fuese así, Dios se convertiría en un tirano. Debemos ser nosotros mismos conscientes del orden de la naturaleza, de la existencia del caos cuando dicho orden se pretende alterar.
«Aceptar la culpa es lo divino» (Friedrich Nitzsche).
En definitiva, se trata de aceptar nuestros propios errores, primero porque no somos máquinas, pero sobre todo, porque al liberarnos del sentimiento del culpa nos permitirá subir los peldaños hacia la luz de la razón y el conocimiento, de la existencia del universo y de nuestra propia existencia.
«¡Pero no hay a quien juzgar!- exclamó el principito. – Te juzgarás a ti mismo – le respondió el Rey. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a si mismo que a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.»
La clave para librarse de la culpa es auto-perdón que, no es más que la autocompasión, en el sentido de amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos. En el sentido de crear a nuestro alrededor un espacio más humano y digno en el que poder vivir.