Ha muerto Pepe, mi querido hermano Pepe, “Pepeconcha” para los que tuvimos la suerte de compartir su fraternidad, su bonhomía, su forma tranquila y contundente de transmitir su opinión cuando lo consideraba necesario. Ha muerto, solo para los efectos sociales, José Concha Maluenda, un hombre bueno que hizo que algunos pudiéramos ser mejores a su lado.
La noticia, no por esperada, ha sido menos dolorosa, no por inevitable ha sido menos demoledora, hasta el punto de que, a pesar de que hace ya unos días me dijeron que su estado era irreversible, ha tenido que llegar el momento definitivo para que fuera capaz de sentarme a repasar en mi cabeza, con la ayuda de las letras, mis memorias de “Pepeconcha”.
Seguramente no soy más que una persona más en la vida de Pepe, un hermano más en su larga trayectoria, pero sin atreverme a considerar que mi irrupción en una pequeña, pero importantísima, parte de su vida tuviera ninguna trascendencia, es verdad que en los últimos tiempos lo tuve siempre a mi lado, aconsejándome, confortándome, reivindicando como si fuera yo mismo una injusticia que me animaba a reclamar.
Pepe era el terror de los nuevos, una persona de apariencia inasequible y severa que imponía con su mera presencia, sin necesidad de abrir la boca más que lo imprescindible. Su aura de sapiencia y su poso de rectitud no necesitaban ser invocados para hacerse presentes. Pero Pepe, como todos averiguábamos según avanzaba la convivencia con él, el conocimiento más cercano de la persona, era en realidad entrañable, cercano, siempre dispuesto al consejo,a compartir su saber sin reclamar ningún mérito o reconocimiento por ello, pero, y eso ya no era apreciado por muchos, siempre que estuvieras dispuesto a a asumir su opinión, que no te escatimaba fuera favorable o contraria.
Creo que fue de boca de Pepe de quién aprendí mi primera lección sobre mejora personal cuando ya mis cincuenta declinaban hacia los sesenta, porque, pese a quien pese, nunca es tarde para aprender de alguien más sabio que tú: “la primera lección que debemos de aprender en este ámbito es a decir no sin ofender y a aceptar un no sin sentirte ofendido”. No hubo enseñanza más fraternal, más sincera, que más haya marcado mis días a partir de entonces, que esta. Y nunca me decepcionó, ni cuando, escasas veces por fortuna, me mostró su desacuerdo con alguna de mis ideas, antes bien, siempre escuché sus opiniones y consejos con mucha atención, iba a decir devoción pero podría resultar equívoco para espíritus pobres, y escucharlo siempre fue una manera de mejorar mis aportaciones y mejorarme a mi mismo.
Cuando fui elegido para dirigir el taller, Pepe me expresó su cansancio a causa de su enfermedad y de sus circunstancias personales, se traslucía también su cansancio por una evolución social y de nuestro entorno que chocaba con su forma justa y comprometida de ver el mundo, pero le pedí ayuda, le expliqué hasta que punto él era capital para poder sacar adelante mi proyecto de formación,y Pepe, cansado, desengañado por algunas de las personas que nos rodeaban y que habían mostrado su peor cara, accedió a aportar, una vez más, otra vez, su compromiso, su saber, su experiencia para ayudar a un proyecto de renovación y revitalización de nuestro taller que sabíamos que iba a ser torpedeado desde dentro.
Nombré a Pepe como la figura de máxima referencia en la formación de los integrantes del taller, y nunca, a pesar de su cansancio, rehuyó el papel. No había trabajo que no pasara por sus manos, decisión que nos fuera sometida a su parecer, ni acción que no pasara previamente por su consejo. Fué una época dura, de emboscadas continuas, de actitudes decepcionantes, que duró todo el año de mi dirección y los dos años de la dirección de José Manuel, pero Pepe siempre estuvo a nuestro lado, siempre fue nuestro soporte, nuestro consejero, nuestro hermano más allá del mezquino sentido que este término tiene para algunos. Para aquellos que ahora se unirán a los lamentos y reclamarán su memoria cuando fueron los causantes directos de su cansancio, y de su abandono.
Cuando mi proceso tomó cuerpo, Pepe fue el primero en llamarme, en reclamar mi presencia de ánimo, mi firmeza. En todo este tiempo, ya dos años y pico, nunca me faltó su consejo, su llamada a la lucha, su reclamación de perseverar y, llegado el momento: “utiliza la facilidad que tienes escribiendo para desenmascarar a los que te han puesto en la situación en la que estás y que tanto daño están haciendo”. Recuerdo bien esa conversación porque estaba en París y me perdí de los de mi grupo por hablar con Pepe. Pero hablar con Pepe, en realidad escucharlo, siempre ha sido para mí una de mis primeras obligaciones, y una de mis mayores devociones, ahora sí lo digo.
Solo siento que uno de los últimos escritos que sometí a su consideración lo consideró excesivamente blando, él, que era todo sobriedad. Ese escrito aún no ha visto la luz. Las especiales circunstancias que vivimos han aconsejado que estuviera guardado en un cajón, pero no será por mucho tiempo, Pepe, Maestro, Muy Respetable por tu buen hacer y por merecimientos propios, más allá de oficios y reconocimientos formales, no será por mucho tiempo.
Me va a costar no llamarte cuando la vida continúe para los demás. Me va a costar prescindir de tu consejo. Tú muerte me hace más débil. Tu muerte nos hace más débiles a todos, aunque solo algunos seamos capaces de percibirlo en nuestro corazón y en nuestra vida.
Descansa en paz Pepe. No es un deseo formal, no es una frase hecha, es el sincero deseo de un corazón desolado por tu marcha. Es el sincero sentimiento de una piedra cuyas aristas estarán peor trabajadas por la falta de tu cincel. Un triple abrazo, Pepe, un largo, eterno, desolado, triple abrazo, para tí y mi sincero pesame para tus familiares, para tus amigos y para el resto de tus hermanos. Esta vez sí, os acompaño en el sentimiento.