Orgulloso estoy de mi pene. No es grande, no es bonito, ni siquiera tiene un color fresco y sano, como las rodajas de salmón que venden en Pescaderías Coruñesas; pero me sirve. Antes, en los años conculcados de coños, bebercio y algún que otro aditivo, mi pene era algo más vistoso; a ver, no digo que pudiera ponerse en un escaparate, pero Lucía más lustroso; de hecho, había personas que lo hubieran adoptado como una cariñosa y juguetona mascota; algo ahora improbable, imposible, ilusorio.
Me estoy meando. El tresillo rojo de mi casa me exhorta a que acuda al retrete. Ahora ya no meo ni de pie; no es mejor ni peor, pero joder, esta comodidad me feminiza; y mi pene se resiente. Creo que es un clítoris; él cree que es un clítoris y si sigo conjugando, todo el mundo pensará que es un clítoris.
Tras pensar en la muerte, consigo exprimir el pasado, y con él, revivir los sucios tiempos en los que aquella mujer de apartamento por horas, consiguió sacar de mí algo más que litro y medio de semen.
Sí, estoy muy orgulloso de mi pene. Él, me ha salvado de la indecencia y de los cincuenta y dos sábados por la noche.
Después de subirme los calzoncillos creo que me estoy cagando.
También me siento muy orgulloso de mi ano.