Hay personas que, escondidas en fórmulas y microscopios, no reciben la atención adecuada. Su mejor visibilidad nos beneficiaría a todos. De ellas podemos aprender con gusto y provecho. El doctor Pedro Luis Fernández Ruiz está en esa lista de personas. Jefe de Servicio de Can Ruti y catedrático de Anatomía Patológica de la UAB, es autor de más de 150 artículos científicos de primer orden, ha sido investigador principal de trece proyectos competitivos y coordinador de la Red Nacional de Bancos de Tumores. Nacido en Jaén, de origen manchego, Pedro Fernández residió durante dos años en los Estados Unidos y desde hace treinta vive y trabaja en Barcelona; una suerte para los barceloneses.
Hombre serio y trabajador, destaca por su sencillez en el trato y por sus asombrosos y variados conocimientos. Son magníficos sus trabajos sobre paleoantropología, tratamientos de momias basados en la ciencia médica, la destreza tecnológica y el saber histórico.
Hace poco ha publicado su primera novela: ‘Carcinos. El asesino silencioso’ (Esdrújula). Se trata de una obra compleja, atractiva y bien escrita. La impronta de su carácter científico queda patente al explicar, con un lenguaje asequible y preciso, el origen, desarrollo, diagnóstico y tratamiento de distintos cánceres (no se trata de una enfermedad, sino de cientos). Un aforismo estudiantil dice que “el patólogo lo sabe todo, pero ya no puede hacer nada” ante la neoplasia maligna, más que personalizar y seguir investigando.
En esta novela histórica y de intriga, centrada en un lugar próximo a las lagunas de Ruidera, Pedro Fernández engarza seis épocas distintas, en las que el cáncer y el vino son los protagonistas de fondo. En medio de una trama amena que sostiene el interés hasta el final, el lector puede divertirse y aprender.
Es asimismo un libro personal donde el autor, hijo de médico, vierte emociones y añoranzas, las reúne y las reabsorbe:
“Empezó a soñar que tenía nueve años y estaba de vacaciones de vuelta en el pueblo”. “Largas siestas en la oscuridad y el frescor de su enorme casa familiar, en las que soñaba con templarios y otros cruzados”. “Estos olores le evocaron durante segundos, imágenes felices de su infancia en el pueblo”.
El recuerdo grato del tacto de la dirección del viejo Seat 132 o el de la navaja suiza. Las horas pasadas en los desvanes familiares y sus lecturas entrañables, como las de: Aventura en el castillo, de Enid Blyton; La vuelta al mundo en 80 días, de Julio Verne; La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; El Quijote, con las ilustraciones de Gustavo Doré; Demián, de Hermann Hesse; o El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.
La evidencia de la implacable transformación de los lugares que ocuparon la infancia perdida: “Ya no era el olor a cabra y estiércol de mulo lo primero que daba la bienvenida (…), sino el hedor del gasoil industrial que los tractores dejaban gotear sobre la calzada en su cansina marcha diaria a los campos”.
O cuando, con estilo azoriniano, consigna un miércoles, a las 19.30 horas en que: “El sol casi se había puesto detrás de las montañas que rodeaban el pueblo por el oeste y el sur. Una cigüeña volaba de vuelta al nido de la torre de la iglesia. Algunos tractores empezaban a volver desde los campos con sus luces intermitentes avisando desde lo alto de las cabinas”.
Las Etimologías de San Isidoro son una formidable fuente de saberes, que Pedro Fernández aprovecha al principio de los capítulos; citaré estas palabras que encabezan ‘La amistad’: “Amigo (amicus) se forma por derivación, como si dijéramos animi custos (guardián del alma)”. El doctor Fernández trasciende la actualidad, así señala de un personaje que iba a “comprar el periódico, donde sin duda estaría en portada la crisis económica, la última canallada de algunos zoquetes terroristas fundamentalistas y los resultados de las elecciones a presidente de dos grandes clubes de fútbol, magníficas glorias de la estulticia nacional”, como si no hubiera mejores cosas a las que atender. También se hablará de una compañía farmacéutica sin escrúpulos para hacerse con un vino que permitiera resolver “el problema de la oxidación por radicales libres, el envejecimiento por falta de actividad telomerasa e incluso combatir el cáncer”.
La duda, el miedo y el rencor asoman por aquí, al igual que un fantasma y late algo real que se camuflaba en leyendas.
Con esta novela, el gran científico que es su autor amplía sus perspectivas vitales al narrar y recrear unas existencias humanas, lo hace con estilo y con un arte que se tenía vetado por su oficio.