PAZ INTERIOR

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Levantó los ojos y miró a través de la gran cristalera que daba al valle. Caía una nevada de las que le gustaban, con copos grandes y densos. Más que caer parecía que flotaban, apenas mecidos por un aire casi inexistente. Era como una cortina de paz.

Abrió la puerta para sentir el silencio que provocaba la nevada. La nieve atrapaba todos
los sonidos que se producían en el bosque y no se oía nada. Casi se podía escuchar la
caída de los copos en las hojas. Después de un rato de ensimismamiento sintió frío y volvió
a cerrar la puerta pero siguió mirando por la cristalera.

Era una vista hipnótica, le tranquilizaba tanto que le impedía fijar los pensamientos, se
estaba dejando llevar por esa sensación de estar en un duermevela como los que sentía
cuando era niño y tenía un poco de fiebre.

Oyó un ruido en el piso de arriba y supo que alguien se había levantado, se maldijo por
haber perdido tanto tiempo divagando, ahora las cosas se iban a complicar. Sus instintos se
despertaron y apartaron cualquier tipo de sentimiento. Las instrucciones eran claras, dolor y muerte. Y él un profesional bien pagado.

Llevaba más de una semana vigilando la casa y sabía que sólo estaban los dos amantes,
habían dado libre el fin de semana a las personas de servicio para disfrutar con más
libertad.

Empezó a subir por las escaleras lentamente, escuchando atentamente los sonidos que
venían del piso superior. Los dos cuchicheaban y se reían, estaban jugueteando y la tensión
sexual subía rápidamente. La cercanía de la muerte junto con ese ambiente le excitó y le
distrajo de nuevo. Bajó de nuevo a ver nevar. A la paz. Cada vez arreciaba más, apenas se
veía a más allá de un metro. Era un manto blanco que le atrapaba.

Le sacaron de su aturdimiento los gemidos que atronaban en el piso superior. Miró el
reloj, las cinco de la mañana. La capa de nieve ya era de diez centímetros, tenía que darse
prisa o se arriesgaba a quedarse atrapado o a que lo vieran huir. Tenía memorizado el
camino a través del bosquecillo. Andando rápido podía llegar al coche en veinte minutos y,
pese a la nieve, con las ruedas de invierno en media hora más estaría lejos de allí.
Volvió a subir por las escaleras escuchando atentamente pero no había ningún sonido,
probablemente se habían quedado dormidos de nuevo. Abrió la puerta despacio, la luz que
desprendían las últimas llamas de la chimenea iluminaba una amplia habitación en la que,
abrazados, dormían plácidamente. Detrás de la cama había un gran ventanal y se quedó
otra vez atrapado en la visión de la nieve. Pero la nieve que flotaba ya no era blanca, la luz
del fuego la coloreaba de tonos amarillos y rojos.

Le repugnaba el color rojo, le había acompañado muchos años pero no lograba
acostumbrarse a él. No podía recordar cuántos años llevaba matando ni el número de
personas con las que había acabado. Ya apenas era capaz de recordar los detalles de su
primera vez. Sólo tenía la imagen de ser casi un niño, de la cara de sorpresa del muerto y
de las arcadas que tuvo por el olor de la sangre mezclada con la de las vísceras.
Un leve movimiento le sacó de sus cavilaciones. La chica se había destapado, era
preciosa. Se quedaba sin tiempo. Recordó la consigna: dolor y muerte. Sonrió pensando en
las formas que podía tener el dolor.

Se estaba haciendo mayor, pensó mientras se relamía y los ojos se le llenaban de
determinación y lujuria.

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