Paseaba yo, lo de pasear es puramente simbólico, porque lo habitual en redes es que te corran a gorrazos, por las nunca suficientemente denostadas redes, cuando observé un comentario, artículo, escrito, que se repetía en diversos muros entre aspavientos de horror, palabras de escándalo y reflexiones poco reflexionadas; motivo, los toros, la fiesta de los toros, y entre tantos comentarios que se jaleaban mutuamente, aprecié algo que llevo denunciando desde hace tiempo, pero que en estos pacatos tiempos que corren, lo importante es escandalizarse, aunque uno no sepa absolutamente nada sobre aquello que le escandaliza, no encontrar caminos de razón o de solución a lo que pretende denunciarse, salvo que lo único que se pretenda sea verter un poco de la cantidad de odio interior que muchos demuestran y que, posiblemente, pueda llegar a envenenarles si no lo sacan fuera.
No soy yo de toros, seguramente por los mismos motivos que no soy de circo, o de caza, o de pesca, o de actividades de alto riesgo, el peligro ajeno no me motiva, la sangre, sin llegar a desmayarme, me produce rechazo, y la muerte, por más que sea la de otros, animales o personas, no me parece un espectáculo. El sufrimiento tampoco.
Pero una cosa es mi rechazo al maltrato, al peligro, a la muerte, y otra es que con ese motivo me sienta con capacidad para insultar, menospreciar, catalogar o desear la muerte de otros, primero porque me pondría a la misma altura que aquellos a los que pretendo denunciar, aunque esto es una minucia que los militantes del odio no contemplan; y lo segundo, y más importante, es porque casi todos aquellos que hacen estos comentarios demuestran tal grado de desconocimiento sobre el tema que, sospecho, hablan desde una ignorancia que no los redime de la insensatez de lo que dicen.
Hablan de los toros como un todo indivisible, tenebroso, donde lo único que existe es la muerte y la tortura, y me parece una visión tan simplista, tan patéticamente ignoradora de una realidad compleja, como lo son todas las realidades reales, que hace que, a pesar de que mi primer impulso sea empático con sus comentarios, acabe poniéndome en guardia.
Los toros son una tradición Helénica, no española, son una actividad económica, son una realidad ecológica, y además una costumbre que hemos preservado los españoles. Costumbre generadora de estilos, de música, de personajes memorables, de imágenes de una belleza singular, e inspiradora de artistas nacionales y extranjeros. Luego algo tendrá, como el agua cuando la bendicen.
Y es que en la ignorancia supina que rodea a los toros por parte de ciertos colectivos, se olvidan del mundo rural de los toros y confunde las corridas con el mundo de los toros, cuando las corridas son solo una pequeña parte del mundo de los toros. Tal vez la más significativa, tal vez la más evidente, tal vez la menos defendible tal como está actualmente concebida, pero solo un acto final de una escenificación mucho más amplia.
Es conveniente recordar que, al fin y a la postre, el toro raptó a Europa. No olvidemos que el Minotauro acechaba a aquellos que osaban entrar en su laberinto. No olvidemos que una corrida no es más que la representación actualizada del enfrentamiento entre la astucia femenina, no olvidemos que el torero es la figura femenina de la fiesta, de ahí su forma de vestir y su calzado, y la fuerza bruta masculina, que es el toro. Casi siempre vence la astucia, y las sucesivas capas de civilización van conformando una reglamentación que favorece a la figura humana y que va diluyendo la esencia del espectáculo hasta lograr que el fondo simbólico quede atrapado tras una rigidez reglamentaria.
Porque todo lo que sucede en un ruedo está perfectamente, exhaustivamente, reglamentado. Nada sucede sin que haya un apartado en el reglamento de lidia que diga qué, cuándo y durante cuánto tiempo. Y es en ese reglamento taurino, que por supuesto prohíbe cualquier atisbo de maltrato innecesario, innecesario según los reguladores, donde radica ese mundo inaceptable para ciertas sensibilidades, incluida la mía.
Ese reglamento contempla las suertes, su duración estimada, el orden en el que se producen, y los útiles de los que puede valerse el torero para enfrentarse al toro. Los habituales: el capote, la muleta, la espada de torear, la espada de matar, las banderillas, normales y de castigo, y las lancetas que utilizan los picadores. Todo está preparado para que unas suertes faciliten la ejecución de las siguientes, y todas se hacen bajo el control y mando del presidente de la corrida.
El capote me parece estéticamente impecable, las banderillas, quitando la sangre, que posiblemente sería evitable, cuando el banderillero lo merece, emocionante y espectacular. Odio, no la soporto, la suerte de varas. Ver a un pobre animal en absoluta indefensión, topar sin objetivo, contra una muralla de protecciones, mientras el picador le hace una carnicería, porque hay picadores que parecen disfrutar con el daño que hacen, me repele absolutamente. Y respecto a la muleta, suerte que seguramente sería imposible si el toro conservara toda su fuerza, mis sensaciones son encontradas. Reconozco la belleza estética del pase bien dado, la mano baja, con lentitud casi inmóvil, componiendo una figura plástica a la que es difícil sustraerse. Pero acabamos con la suerte del estoque, con la mala suerte del estoque, diría yo, y ahí se rompe, desde mi punto de vista, cualquier apreciación estética, cualquier consideración ética. La muerte nunca puede ser, desde una sensibilidad avanzada, un espectáculo. No para mí. No para muchos.
Así que, si me pongo a pensar con un poco de criterio, en vez de embestir con un mucho de odio, todo lo que tengo que conseguir es un cambio en el reglamento de lidia. Reglamento que ya ha cambiado en multitud de ocasiones a lo largo de los siglos, y que ha venido adaptándose a las sensibilidades de cada momento.
No quiero renunciar a Juncal, a los pasodobles, a las pinturas de Goya o Picasso, la literatura de Hemingway, los poemas de Lorca, la arquitectura emblemática de las plazas de toros, o el colorido de un día de corrida. No quiero olvidar las tertulias taurinas, ni los miles de dichos y expresiones de origen taurino que adornan nuestra conversación. Hay mucha cultura en el mundo de los toros, mucha estética, mucho colorido, y solo el reglamento de lidia, que permite cierto grado de maltrato y exige la muerte del animal, salvo contadas excepciones, se interpone entre la estética y la ética, dando pábulo a los odiadores de cabecera que se valen de las redes sociales, seguramente más dañinas que el mundo de los toros, para airear sus odios, y sus miserias.
Seguramente, seguro, tampoco después de ese supuesto cambio del reglamento de lidia, asistiré a ninguna corrida, pero me sentiré éticamente más cómodo cuando disfrute de alguna de las miles de manifestaciones artísticas que el toro, los toros, protagonizan
Y en último caso, y si los puristas de la lidia siguen manteniendo anacrónico reglamento, siempre nos quedará la frase de aquel currante de los toros que se llamó Manuel García “El Espartero” que dijo aquello de “Más cornás da el hambre” y que dejó su vida intentando lidiar con un Miura.