El pensador Ernst Tugendhat nació en Brno, en 1930. Con cerca de 400.000 habitantes, esta ciudad es hoy sede judicial de la República Checa, alberga los Tribunales Constitucional y Supremo, las Oficinas para la Protección de la Competencia y del Defensor del Pueblo, entre otros centros administrativos. Con ocho años de edad, Tugendhat debió abandonar su país: su familia previó el peligro nazi, eran judíos. Entre los ocho y los once años experimentó, según cuenta, lo que los yazidíes han experimentado a partir del Daesh (los terroristas islamistas que procuran su exterminio): “el miedo a no ser acogidos en ninguna parte”. Un pavor así desemboca en distintas posiciones, las extremas son: la identitaria a machamartillo (instalarse física y emocionalmente en un gueto) o la sobreidentificación con el país de acogida. Ambas son soluciones insatisfactorias para la autenticidad personal.
Sin imposturas de bondad ni de paternalismo, siempre hay que estar al lado de los más débiles. El simple sentimiento de menosprecio a quien viene de ‘fuera’, con lo puesto, debe combatirse por razones de justicia. Hay que ser conscientes de que “las personas que son excluidas por poderes económicos del acceso a recursos para la subsistencia y pasan hambre, o las personas con discapacidades que no son apoyadas, no son reconocidas en su dignidad humana”. Así se expresa Ernst Tugendhat en Un judío en Alemania (Gedisa), libro que recoge distintas intervenciones suyas entre 1978 y 1991.
Durante un tiempo, ha confesado, él evitaba mencionar que era judío. Luego le resultó casi fácil decirlo, al asumir plenamente su condición personal. Sin embargo, critica el sionismo que surgió hacia 1900, por ser desde el principio un camino erróneo y una injusticia. Lo ve e interpreta como “nacionalista y, por tanto, potencialmente agresivo hacia el exterior”. Esta visión del judaísmo, señala, fue rechazada en los primeros decenios del siglo XX por la mayoría de los judíos. Incluso después del Holocausto, muchos de ellos lo han repudiado como una aberración que contradice la tradición religiosa judía, y porque “la fundación de un Estado sobre una injusticia no puede resultar en nada bueno”.
En efecto, este profesor checo declara que haber sido perseguido, no te da derecho a perseguir a otros. Y que haber sido expulsado de tu casa, no te da derecho a irrumpir en la casa de otro. Recuerda, a su vez, que, desde la fundación del Estado de Israel en 1948, la relación oficial de Israel con los árabes, “en su país y en los países que mantienen ocupados ilegalmente, siempre ha sido de un desprecio creciente”. Para la mayoría, Palestina no era nada más que un país vacío, y carecía de importancia que allá vivieran los árabes. Es un error que tiene su coste.
Ernst Tugendhat entiende su manera de ser judío de otro modo que el imperante en Israel, pero no es antisemita; así lo pretenden los totalitarios, los del o todo o nada, quienes no admiten matices. Bien sabe que nada que tenga alguna relevancia se puede decir sin que haya quien “haga un mal uso y lo explote para sus finalidades”. Pero qué se le va a hacer. Para él, el antisemitismo es una manifestación de una enfermedad más profunda: “la incapacidad de conformar la conciencia de la propia identidad colectiva sin despreciar otras identidades culturales y nacionales, llegando hasta la negación de la humanidad de los otros”. De nuevo, en la trampa de identidades impuestas y únicas.
Algunos pretenden que esa actitud genera un mal irreparable: la paulatina desaparición de la identidad judía. Pero cabe reivindicar el derecho de cada persona a ejercer su soberanía y no someterse a un arbitrario e insoslayable peaje.
Por otro lado, cada uno es cada uno y cada pueblo tiene su peculiaridad. Tugendhat admite que como judío le resulta más sencillo que a otros ver determinadas cosas, pero “o bien mis puntos de vista son falsos, o bien un alemán no judío debería ver las cosas como yo”.
Es el terreno de la racionalidad. ¿Es necesario un diálogo entre judíos y alemanes?, se pregunta. Tiene claro que desde dos perspectivas contrapuestas se enfrenta la misma historia.
En cualquier caso, y esto siempre es fundamental, “cada negligencia de racionalidad es un paso más hacia el abismo”. Y, por supuesto, hay que prever y evitar esas tragedias.