Una terrible depresión exógena está golpeando mi mente hasta convertirla en un amasijo de ideas desordenadas. Lo mismo suelto un enérgico discurso en plena calle, plagado de gruñidos e insultos contra las putas palomas, buscando al culpable que designó a esa rata con alas como el símbolo de la paz, con el único propósito de lincharle; como lloro desconsoladamente, sentado en un banco Parque del Oeste, ante la herrumbre política que ha producido a España una septicemia imposible de revertir. Todo esto no debería de estar sucediendo si tuviera los cinco sentidos con que me dotó la naturaleza; pero como el fisco se quedo con un veinte por ciento de los mismos -en concreto con el olfato- , ahora me es imposible distinguir entre el dulce perfume de la infancia y el olor a mierda de un sindicalista liberado con un Rólex en la muñeca. Sinceramente, no creo que salga de esta.