Las obsesiones, esa madeja de esparto que siempre anda escondida en un recodo de la vergüenza. Reconocerse obsesivo es terrible, es decir en voz alta que no tienes autocontrol ni medida.
Te llaman maniático cuando empiezas a calzarte por el pie izquierdo, porque de lo contrario, el día te va a ir regular. Es un hábito que tienes desde pequeño, y, sin embargo, una mañana con las prisas, no te das cuenta salvo cuando ya es demasiado tarde, cuando has apretado la lazada de la deportiva y sientes el talón apretado contra el contrafuerte. Entonces, un nubarrón negro hace piruetas sobre tu cabeza, y piensas que todo va a salir mal.
Si el metro se para u olvidas enviar un correo electrónico en el trabajo; si discutes con un amigo o los huevos cuecen hasta que el agua está completamente evaporada, tú miras tu pie izquierdo y le culpas por no haberse puesto a tiro a las siete de la mañana cuando salías disparado, por haberte demorado en esos cinco minutos más.
Abrochas el reloj en la mano derecha para no olvidarte de recoger la ropa de la tintorería; escribes siempre con un bolígrafo de cuatro colores para solo utilizar el azul, y cuando se termina la tinta lo tiras dentro de un cajón lleno de otros bolígrafos de cuatro colores a los que solo les funcionan tres.
El café en taza, los platos sin adornos y la ropa interior siempre blanca o negra, aunque haya delicias de encaje en tonos magenta, verde o rojo sangre.
Todas estas cosas, sobre las que no reparamos porque están dentro de nosotros, se han ido forjando con el paso de los años, incrementando y recrudeciendo, esas cosas son… las obsesiones.
Yo lo soy, obsesiva y compulsiva, además, pero no con cosas cotidianas como cerrar la puerta tres veces o comprobar otras tantas si he dejado la luz encendida, soy de las peores, siempre voy cargada con una mochila llena de pensamientos recurrentes, mi kit de supervivencia. A mi favor, tengo que decir, que esos siempre son buenos, son los tubos de escape de mi día a día. Que me aburre una conversación, paseo por la playa, que la película del cine no me gusta, paseo por la playa, si mi pareja me cuenta por enésima vez las batallas de la mili, pues eso, sigo paseando por la playa.
El mar, las ventanas, el café y las manos son mis puertas traseras. En todos mis pensamientos aparecen, a veces juntos y otras por separado. Busco esos lugares para encontrar compañía, huyo del tumulto para no sentirme sola. Se me olvidó decir: soy obsesiva, compulsiva y contradictoria.
Recurro al mar porque hallo paz y me provoca excitación, yo, que suelo vivir a baja tensión, viajo hasta allí para dar un par de vueltas al marcador de mis revoluciones. Raras veces deambulo en solitario, es un lugar para compartir, donde desnudarse, donde desbordarse. La humedad en el agua. El amor.
Las ventanas son la infancia, mi madre llamándome porque ha llegado la hora de subir a casa, el momento de la despedida de los amigos, el último mordisco a un bocadillo que ha pasado la tarde abandonado en un escalón del portal, y otra vez, el sitio donde lo encuentro. A mí no me llama a la puerta, se asoma por la ventana y me sonríe, siempre sonríe. Las ventanas son el hueco hacia la alegría. Un agujero abatible. El amor.
Y el café, el café no sé, pero está, unido a unas manos, siempre las mismas: masculinas, rudas, con dedos gruesos de recogedor de siembra. Las manos donde deposito la cara, donde reposto tras un mal día, las que acarician sin suavidad y me sostienen cuando tiendo al desequilibrio. En definitiva, las manos que me sujetan. El amor.
Cuatro obsesiones en un solo cuerpo, como la santísima trinidad, pero en números pares. Al igual que los invitados a mi cumpleaños, las croquetas, siempre divisibles, o las copas de vino que me bebo durante la hora de cenar. Todo debe ser par, nunca menos de dos, el único primo que me cae bien.
Yo no soy yo si tú no estás, no cabe entre nosotros ese gato al que siempre busco los tres pies ni mucho menos la tercera pata de un banco; no me importa que a la tercera vaya la vencida, y creo en eso de que no hay dos sin tres.
Tú y yo paseando por la playa, con tus manos en mis pechos, con tu boca entre mis labios. Tomando un café juntos o asomados por la ventana, mirándonos, cada uno, por un lado, tú dentro y yo fuera, o al revés, eso da igual.
Yo no tengo taras, solo un póker de obsesiones que nunca ganan la partida, aunque haga trampas o saque el quinto escondido de la manga, ese, que nunca es malo. Pierdo una y otra vez, me caigo y me levanto, tropiezo varias veces con la misma piedra, no me entra en la cabeza que por mucho que me empeñe, dos y dos, en raras ocasiones suman cuatro.