No es inusual que las personas con discapacidades intelectuales sufran, a su vez, de limitaciones en la comunicación —mayoritariamente verbal—. En tal hecho estriba, tal y como lo veo personalmente desde mi más humilde ignorancia, la principal complicación a la hora de reconocer, diagnosticar y tratar los problemas de salud mental a los que las personas con discapacidad intelectual —al igual que cualquier otra persona sin ninguna discapacidad intelectual reconocida o diagnosticada— se hallan sujetos.
El hecho de que la comunicación con las personas con discapacidades intelectuales de diversa índole no es lo suficientemente efectiva en ocasiones frecuentes produce un efecto muy claro: la incomprensión por parte de la comunidad —incluso de la familia, las amistades y/o el grupo terapéutico— de sus estados de salud mental, cualesquiera que estos sean a lo largo del tiempo y dependiendo de cada caso específico.
El no ser comprendidas por sus semejantes cuando las personas con discapacidades intelectuales sufren de estados de salud mental no deseados puede convertirse en una fuente añadida de sufrimiento. En estas circunstancias, la impotencia sentida al percibir que las capacidades de expresión propia y de entendimiento ajena (respecto al estado de salud mental) se ven mermadas, en parte, a las limitaciones que su propia condición intelectual fijan, puede originar sentimientos de rechazo propio y culpabilidad. Querer expresarse y no ser capaz de ello o no ser comprendido cuando uno lo intenta es frustrante y doloroso, sobre todo si la situación se prolonga en el tiempo y no se resuelve satisfactoriamente. Sufrir interiormente bajo un velo de soledad es muy perjudicial para la salud mental de cualquiera, además de conformarse como si de una serpiente que se muerde la cola se tratase: se genera un bucle vicioso en el que el sufrimiento lleva a alejarse, en el sentido amplio de la palabra, aún más de los otros y tal alejamiento suele comportar más sufrimiento.
Iniciativas como la que nos fue expuesta en la charla de FEVADIS son muy bonitas, dignas y necesarias, pero también arduas y costosas, pues requieren de paciencia, dedicación, tiempo y amor —y no todo el mundo está dispuesto a ofrecer altruísticamente semejantes atributos—. Es posible que muchas personas (con discapacidades intelectuales) no tengan acceso a recursos de este tipo, haciendo que su exclusión social y aislamiento, como mínimo, permanezcan. No obstante, la pasión, la solidaridad y la entrega de profesionales, que trabajan codo a codo y a diario junto a las familias de los afectados, de todas las ramas del saber humanístico hace posible que esta brecha pueda avanzar en pos de alcanzar que esta se cierre tanto como sea humanamente posible.
También quisiera destacar que el Sistema actual (social, geopolítico, económico, financiero, industrial, etc) pueda no ser, en esencia, el mejor aliado para conseguir resultados más exitosos al respecto. El hecho de que la economía se base en alcanzar, sea como sea, el máximo rendimiento monetario alberga como consecuencia que muchas personas sean descartadas a la hora de ostentar un rol directo en el complejo y venerado “sistema de engranajes de producción de riqueza”. Hablo del famoso “o pisas o te pisan”. La moral sistémica de la economía descarta en grandísima medida a las personas con discapacidades intelectuales, pues no las considera lo suficientemente capaces como para desempeñar una tarea de tal calibre. Revertir esta noción dañina sobre la condición y la sociedad humanas es imprescindible para enmendar algunos de los carcomidos pilares sociales que, a duras penas pero todavía, sustentan las bases comunitarias en las que se asienta el juego económico al que, en mayor o menor medida y agrado, todos jugamos.