Todos creemos saber quiénes son los personajes principales de esta foto. Se trata, ya lo saben, de la recepción de bienvenida ofrecida por Vladímir Putin a los prisioneros recientemente canjeados por los de diferentes países occidentales. Podemos distinguir, incluso, a nuestro compatriota Pablo González, por quien se vertieron lágrimas de cocodrilo cuando fue detenido: seguramente los medios de comunicación españoles fueron informados de su (presunta) condición de espía y nadie quiso hacer demasiado ruido en su defensa. Mírenlo ahí, en segunda fila, con mirada (y lo digo sin juzgarlo) aviesa.
Hay dos personas, sin embargo, que no parecen saber muy bien lo que hacen allí. Son los hijos de Anna Dultseva y Artem Dultsev, dos agentes de la inteligencia rusa que vivieron durante años infiltrados en Occidente como el matrimonio argentino formado por María Rosa Mayer Muños y Ludwig Gish, hasta ser detenidos en Eslovenia. Sofía y Daniel no conocieron la verdadera historia de sus padres cuando fueron enviados a prisión. Fue hace un mes, cuando se acordó la liberación de la pareja y a familia emprendió el viaje hacia Moscú, que supieron que ellos también eran rusos. En la foto, el niño, tomado (no se puede decir cogido: eran argentinos hasta ayer) de la mano por su padre, intenta mantener una actitud afable, incluso algo marcial, frente al dictador ruso, que para él es ahora, o debe serlo, un padre de la patria. La chiquilla se abraza a su madre, aturdida. No hablan ruso, y no conocen nada de su país, nuevo y originario al mismo tiempo. Hasta hace unas horas antes de la foto, eran tan solo unos niños argentinos que vivían en Europa buscando, como seguramente les habrían dicho sus padres, un futuro mejor. La política y el ¿patriotismo? de sus progenitores les han robado lo más preciado que tiene un ser humano: la identidad.
Estamos lejos de determinar científicamente qué cosa es la conciencia. El mecanismo mental por el cual un cuerpo sabe que existe, que es él y no otro, y que los actos de ese cuerpo, voluntarios o no, le son propios, es todavía un misterio. La neurobiología no sabe con certeza en qué consiste ese quién que habita en nuestras cabezas (aunque seguramente lo haga también, y de forma inextricable, en el resto de nuestro cuerpo).
La identidad (y perdonen por el abuso a partir de ahora de la palabra, pero es tan profunda, tan apegada a lo más hondo de nosotros que apenas tiene sinónimos) sin embargo, es una construcción que apoyándose necesariamente los cimientos sobre la conciencia, no deja de ser algo “artificial”. A lo largo de los años nuestras experiencias vitales, nuestra historia biológica, los aprendizajes familiares y nuestras interacciones sociales nos conviertan en quienes somos (o creemos ser), una entidad que se va depositando, día tras día, sobre un montón de células en permanente proceso de renovación. La gran mayoría de los seres humanos vivimos una trayectoria lineal, acumulativa, y nuestra identidad (aquello que decimos ser, que queremos ser) no atraviesa más crisis que las propias de la edad, o de las vicisitudes económicas o familiares. Nacemos y morimos pensando que sabemos quiénes somos, convencidos de que, cuando nos despertamos por la mañana, somos intrínsecamente equivalentes a la misma persona que se acostó ayer por la noche.
Pero hay quien no tiene esa suerte. No quiero pensar en el sufrimiento de esos niños, en el esfuerzo de adaptación que deberán hacer al abandonar su cultura, su lengua (una de las piezas fundamentales que construyen nuestro yo), en favor de otras completamente desconocidas. Renunciar a ser los esloveno-argentinos Sofía y Daniel, para convertirse en los hijos rusos de una pareja de militares, miembros del servicio de espionaje de un país extraño. Dejar de ser ellos para ser otros. La serie The Americans refleja con crudeza, en su temporada final, el desgarro de unos niños (pues Sofía y Daniel no han sido las primeras víctimas de esta aberración) a los que se les extirpa de un plumazo su historia, sus recuerdos de infancia y lo que creían que era su esencia.
¿Quiénes somos, entonces? ¿Qué ocurriría con nuestras convicciones, con nuestra identidad si mañana descubriésemos que quienes creíamos nuestros héroes eran en realidad criminales o falsarios? ¿Seguiríamos siendo de izquierdas o de derechas, ateos o creyentes? ¿Somos capaces de hacernos una idea del proceso de transculturación que viven los hijos de los inmigrantes, la resignación dolorosa de sus padres al verlos transformarse en otra cosa: no españoles del todo, pero tampoco ya extranjeros? ¿Qué desarraigo vivieron los emigrantes españoles en Francia o Alemania, al comprobar cómo la siguiente generación se incorporaba a una nueva identidad, la del país que les daba alimento, cobijo y educación, abandonando total o parcialmente la de sus ancestros? Y sobre todo, ¿sabemos valorar el coraje que tienen para producirse esa pérdida a cambio del bienestar material que se te niega en tu país? Antonio Muñoz Molina, en Sefarad, o Almudena Grandes, en El corazón helado, nos hablan con belleza de ese extrañamiento forzoso, del abandono de la identidad por causa de la huida del horror o de la pobreza.
La gran mayoría de nosotros hemos tenido la fortuna de no sufrir esos desgarros, y por ello creemos que nuestra identidad es inamovible, que el río de nuestra vida nos llevará siempre por corrientes apacibles. Y por eso vamos pontificando, seguros de nosotros mismos, sobre lo que deben ser los demás, y lo que deben pensar. Pero si nos damos cuenta de que no somos más que un edificio hecho de ladrillos de tiempo por la experiencia y la biología, nos será más fácil aceptar que hay otras identidades, levantadas con otras piezas, pero tan sólidas como las nuestras. Con suerte, no nos arrancarán la nuestra, como les ha pasado a Sofía y a Daniel. Pero no se lo hagamos a quien llega de un país extranjero, o a quien, siendo también español, habla otra lengua distinta a la nuestra. No despreciemos a quienes manifiestan una identidad de género que no entendemos, o a quienes no quieren compartir la identidad nacional con nosotros. Ellos también han construido su ser a base de vivir.
Aunque, bien pensado, en realidad no somos nadie.
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