NO ES ESE MI CANTAR

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¡Oh, no eres tú mi cantar
no puedo cantar, ni quiero
a este Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar!” (Antonio Machado/Joan Manuel Serrat)

 

Será el olor, será el sonido, o la belleza que emana de unas figuras bellísimas, empeñadas en repetir, año tras año, durante siete días, escenas cuya carga dramática, amplificada por los lugares, por las gentes que las acompañan, por la música que marca su paso, o la que lo interrumpe, arrancada en un “quejío” de saeta que busca la emoción de los que la escuchan, y la admiración hacia el que la canta, lo que hace que la gente se congregue a su paso, unos para emocionarse con el significado religioso de la procesión, otros llamados por la belleza dramática de la representación, casi todos para compartir esa emoción de las grandes manifestaciones humanas, que necesitan del calor de los demás para retroalimentarse, que necesitan de los cinco sentidos para captar todo su significado.

Buscar el escenario más adecuado para apreciar la belleza global de la escenificación, la simbiosis perfecta entre la música de acompañamiento y el baile de los costaleros -he de reconocer que en ese sentido las procesiones con costaleros superan ampliamente en emoción a las que procesionan sus pasos sobre ruedas-, esa calle estrecha y esa curva que obliga a la perfección de la maniobra sin perder el efecto hipnótico del movimiento,  sin perder el compás del sonido que se acomoda a la necesidad de contención del paso, para una vez acabada la maniobra, enfilada de nuevo la calle, cambiar a un ritmo más vivo, al tiempo que los costaleros arrancan, casi con rabia, con satisfacción, se diría que con orgullo, en un tirón evidente, emocionante, el paso largo, y la gente prorrumpe en aplausos premiando el momento de emoción, de entrega, el tiempo de entrenamiento, las órdenes precisas que lo han hecho posible, inundado el ambiente por el aroma de las flores, del incienso, de la cera, que inunda tus fosas nasales, y la luz de los faroles, de las velas, de los cirios, que enmarcan todo el suceso, es el papel de cada uno en la representación global, comunal, que la procesión elabora con los sentimientos individuales.

Mi sentido de las procesiones es laico, es estético, es contemplativo, “no puedo cantar, ni quiero”, no puedo compartir, ni entiendo, la proyección mística de lo que admiro, comparto, desde una emoción diferente, pero sí sé que el día que las procesiones dejen de emocionar a la gente, dejen de recorrer las calles, dejen de ofrecer gratuitamente su belleza estética, su libreto de una historia trascendental para nuestro sentido de la sociedad y de la vida, habremos perdido, una más, otra oportunidad de mirar en nuestro interior y encontrar profundidades que solo la capacidad de emocionarse puede traer ante nuestros ojos acostumbrados a mirar sin ver, ante nuestra conciencia acostumbrada a aceptar sin reflexionar, a justificar sin asumir.

Hay una cantidad considerable de personas cuya intransigente posición, diría furibunda, rabiosa, irracional, los lleva a posturas de desprecio, de falta de respeto y criterio, respecto a estas manifestaciones del sentir ajeno, simplemente porque las identifican, con una mirada miope, ofuscada, con un sentido religioso patrocinado por una Iglesia llena de contradicciones y conductas reprobables, más en su cúpula que en su base, olvidando que esa iglesia se arroga unilateralmente un mensaje que en realidad nos pertenece a todos, un sentido de la vida, unos valores, que son patrimonio de todos aquellos que hemos nacido bajo su influencia. Y, en esa actitud, mencionan a las partes por el todo, juzgan a las partes por el todo, se permiten ignorar, interesadamente, que son las partes lo único salvable de un todo que, lo comparto, se ha olvidado de la práctica enredado en la liturgia, y los mensajes adoctrinantes.

Pero, curiosamente, la mayoría de ellos lo hacen desde una militancia que incurre exactamente en los mismos errores, desde estructuras de opinión que intentan apoderarse de la opinión de las partes  para justificar sus propios fines, sus propias ambiciones, su propia necesidad de adoctrinar a la sociedad para que sean como ellos quieren, su propia forma de buscar las soluciones. Su populismo.

No es ese mi cantar, no es mi cantar el religioso, el de la fe mística de ninguna de las religiones que conozco, el de la liturgia y los sentimientos que se olvidan al abandonar el templo. No, efectivamente, no es ese mi cantar, pero tampoco puedo cantar, ni quiero, a ese laicismo militante, sustitutivo, antieclesiàstico, de pensamiento único, de moral férrea impostada e impuesta, que pretenden venderme desde una tribuna que solo ellos se han atribuido, desde una certeza moral que solo los soberbios, los iluminados, pueden sostener sin rubor, sin cuestionamiento.

No, no quiero cantar a ese Jesús del madero, porque mi fe, mi falta de fe, no me lo permite. Tampoco al que estuvo en la mar, porque es el mismo que el del madero, aunque su ropaje, el escenario en el que se mueve, sean diferentes, pero sí quiero cantar a ese Jesús generoso, que no se si existió, que no se, en caso de haber existido, si era hijo de dios con la exclusividad que nos descarta a los demás en tal consideración de primogénito y favorito, pero que, más allá de tales cuestiones, nos dejó un mensaje de sencillez, de solidaridad, de humildad, de libertad, que no permite a nadie hablar en su nombre sin faltar a su mensaje.

Sí, ese sí es mi cantar.

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