NO ECHO DE MENOS A BORGES

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Al inicio del verano suelen aparecer en los periódicos irritantes reportajes que descubren a sus lectores los libros que van a abordar durante sus vacaciones diversos personajes públicos, la mayoría de ellos empresarios y políticos. Por cierto que estaría bien comprobar, acabadas las vacaciones, si estos seres del Olimpo han tenido el tiempo físico de terminar sus lecturas sin desatender a sus seres queridos, como por otra parte tienen costumbre. Contra estos catálogos impecables y algo artificiales, de títulos apetecibles y sin duda interesantes que engrosan hasta el infinito mi “lista de deseos” y me llenan de envidia, tengo un antídoto infalible: leo a Borges.

Yo, como ustedes, también he leído mucho este verano. Permítanme compensar la pedantería inherente a un ejercicio de este tipo con una enumeración lo más parca posible: la interesantísima “Boves, el Urogallo, sobre la violenta independencia de Venezuela; un libro fundacional: “Hijos de la medianoche” de Salman Rushdie; el retrato implacable del fallido experimento comunista en “El hombre que amaba a los perros”, escrita de forma impecable y emocionante por Leonardo Padura; las fallidas “Terra Alta” e “Independencia” del, por otra parte, siempre lúcido, Javier Cercas; “Navigatio”, una entretenida y algo delirante novela de aventuras de mi amigo Javier González. Y el siempre jugoso y práctico manual “Ideas para escritores” de mi maestro Jorge Benavides. Como ven, no soy precisamente un devorador de novedades.

Casi al final, en los últimos días de agosto, Borges pidió salir de los anaqueles, fiel a esa cita que tiene periódicamente con mi regazo. Tranquilos: me abstendré de hacer una glosa académica, para la que además no estoy preparado. Léanse la maravillosa introducción que hace Pere Gimferrer en las “Obras Completas” (Galaxia Gutenberg). Simplemente quiero compartir mi asombro ante mi capacidad de asombrarme por lo leído mil veces, el deslumbramiento que experimento al navegar por páginas hasta ahora desconocidas. Mi desazón ante la perfección con la que su escritura talla el idioma, estremeciéndome de envidia (aunque afirme que no se puede esperar de él más que “el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones”). Borges es grande no solo por lo que cuenta y cómo lo hace, sino porque comprende que su prosa y su poesía son, como el mundo, una redundancia banal, una combinatoria infinitamente reiterada de las posibilidades; sabe que lo dice ya se ha dicho muchas veces. Cualquier tragedia griega, cualquier drama de Shakespeare, ocurren en un callejón malevo de Buenos Aires, y al revés.

La lucidez de Borges va tan lejos que, consciente de su incapacidad para explicar el mundo (seguramente simple, seguramente incomprensible), decide tomar distancias de él como si todo fuera un juego o un sueño, como si la muerte de un rey o de un guapo de arrabal fuesen exactamente lo mismo. Y lo son; para él, la sonrisa de la persona que amamos o la puerta que cruzamos por última vez son absolutamente irrelevantes, y al mismo tiempo son el universo entero. Ese frío enfoque, ese tono literario que le valió ser calificado de arrogante, o de excesivamente intelectual, no está exento de ternura: Borges nos mira, se mira, aterrado y conmovido, porque ya nos sabe muertos, ya se sabe nada y al mismo tiempo se piensa eterno. Porque alcanza a percibir una cierta sombra de la inmensidad, decide combatir el espanto con la ironía. No es una mala manera de contemplar y disfrutar de este bodrio maravilloso en el que vivimos.

Borges es, al mismo tiempo, su propio personaje, protagonista de algunos de sus cuentos. En piezas como “Borges y yo”, “El otro” y en muchos de sus impagables prólogos, nos enseña a distinguir el creador, el vanidoso, el pensador, del hombre real, que amó, leyó, estuvo a punto de ser inspector de aves bajo Perón, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, y al final se quedó ciego. Uno no es lo que escribe, nos dice, sino más bien lo que lee. Paradójicamente su aparente soberbia es la extraña manera de admitir que él no es nadie: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas”.

En esa difusa frontera entre el escribidor y el ser humano, he descubierto en estos días (o recordado; quizá es lo mismo) que Borges era misógino, amigo de la cábala de Israel y a la vez admirador de la poesía árabe, racista con los negros y aborrecedor de los vascos (no reseñaré aquí su opinión). “Modesto anarquista”, desconfió de la democracia y no quiso o no supo oponerse a tiempo a la dictadura militar. Repudió el nacionalismo y fue, a su manera, profundamente argentino. A pesar de su panteísmo escéptico era, en el fondo, creyente. Todas esas contradicciones impiden que yo pueda echar de menos a Borges, el hombre, que me importa más bien poco. Sin embargo no puedo pasarme mucho tiempo sin regresar a Borges, el otro; y con él, reconciliarme con el mundo.

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes… Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.»

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