No sé cómo se habrán tomado ustedes las últimas noticias relativas al escándalo protagonizado por Íñigo Errejón. Yo llevo varios días debajo de la mesa, abochornado y personalmente concernido por las repercusiones del comportamiento de una persona y del colectivo político al que pertenecía. Y no debería: nunca le voté. Pero me siento mal.
Supongo que nadie con ideas de izquierdas (el término progresista me parece un eufemismo barato y, además, incorrecto: la izquierda moderada es, en estos momentos, fundamentalmente conservadora) se ha librado del mal rato al constatar que un supuesto adalid de los derechos de la mujer, de los avances sociales, y de los valores guays, el yerno y novio ideal, haya resultado ser un depredador sexual. Y ha sido así porque cometimos el error de asociar las ideas con las personas. De arrogarnos una superioridad moral que elevaba nuestros posicionamientos políticos por encima de los de los demás y, además, barnizar con ella a determinados personajes. Como si no fuesen seres humanos sino seres de luz. Errejón fue uno de ellos. A la supuesta pureza de sus convicciones habría que sumarle sus facciones infantiles, que le conferían inmediatamente un plus de credibilidad y simpatía[1].

Así que puede ser bueno este baño de realidad, por urticante que nos resulte a muchos. La cultura de la cancelación, que anteponía la moralidad del comportamiento individual o hasta privado de personajes populares o históricos, sobre sus logros o aportaciones, ha encontrado con claridad lacerante la propia horma de su zapato. Si la obra de la autora J.K. Rowling debía ser boicoteada por unas (muy cuestionables) opiniones, ¿qué respuesta deben dar los miembros de la comunidad woke frente al caso Errejón? En coherencia, la obra y los esfuerzos políticos de Errejón deben ser arrojados al vertedero de la historia. Las estatuas de Colón arrojadas al suelo deben estar sintiendo un pequeño momento de satisfacción.
Por supuesto que no debe ser así. Si (supongo que estamos de acuerdo) la poesía de Neruda debe sobrevivir a sus tropelías sexuales y la inmensidad literaria de Quevedo debe imponerse al carácter insoportable y retrógrado del hidalgo pendenciero, las ideas que hasta ayer defendía Errejón (surrealista víctima del neoliberalismo, que según él lo ha convertido en un machista) siguen teniendo la misma validez, al menos para ser debatidas en la plaza pública frente a otras alternativas.
El problema actual de la democracia es que, por razones que no vienen al caso analizar (y sobre el que hay, seguro, diversidad de teorías), ha convertido la ideología en una trinchera, en una nueva religión que convierte las convicciones en teoremas inquebrantables y en adhesiones personales ad-hoc, que abarcan absolutamente todos los asuntos (los toros, el feminismo, la ecología, el consumo de bollería). Y del debate se pasa a la simple confrontación maniquea, que es donde estamos. Caído el ídolo con gran estrépito (no estamos hablando de sobres con billetes de 500, sino, supuestamente, de la dignidad agredida de varias mujeres), el edificio construido en torno a la superioridad moral de determinados valores, y al carácter sacerdotal de sus portavoces se viene completamente abajo. La famosa batalla cultural, de la que hablaba Gramsci, está completamente perdida por parte de esa izquierda jacobina, y no por victoria del adversario (que también cuenta con sus propios sacerdotes de la verdad sagrada), sino por los daños autoinfligidos por un lenguaje mesiánico y la práctica descarada de la hipocresía.
Dice María Álvarez en artículo formidable que la diferencia entre la izquierda y la derecha es que “las izquierdas tienden a pensar que todas las personas merecen entrar al reparto de la riqueza porque hay un valor inherente en todos los seres humanos, mientras que las derechas tienden a pensar que el valor no es inherente a las personas, sino a lo que se produce, y que hay que materializarlo en un servicio a la sociedad que se vea recompensado a precio de mercado”. No es poco, pero tampoco es nada más. Se trata de un debate, en sí mismo, que no tiene nada que ver con políticos corruptos o depravados sexuales, y es el que, verdaderamente, tendríamos que abordar. Pero la izquierda ha añadido a su planteamiento un componente moral, probablemente derivado del cristianismo (del que reniega); de tal manera que los escándalos que cometen los predicadores son siempre son más dañinos. La derecha (que no abomina del cristianismo pero que lo mete en el cajón de las utopías) ha sido siempre más pragmática, y no tiene inconveniente en votar a partidos políticos condenados por corrupción, porque responden a sus intereses y sostienen unos planteamientos que, al fin y al cabo, son necesarios para la confrontación democrática. Igual que los de izquierdas.

Volver al debate de las ideas (que, conviene recordar, no es sino la traducción pacífica de conflictos de intereses opuestos) es la única solución que le queda a la democracia para sobrevivir y no ser superada por epistocracias o aristocracias[2]. Pero lo tiene difícil: la economía de la vigilancia y la atención, la conversión de nuestro tiempo en mercancía y la ausencia razonable de una alternativa a un sistema de mercado descontrolado, no parecen augurar nada bueno. Quizá, en realidad, el pueblo nunca tuvo el poder y lo único que sigue teniendo es el poder de despedazar a los que caen, como está siendo el caso.
Soy de los que piensan que todos los seres humanos merecen las mismas oportunidades, y que nadie debe quedar atrás. La alternativa me parece peor, y sí, mi posición me resulta moralmente superior. Pero no oculto que llegué a mis ideas a través de la religión, y abandonada esta, ahora aquellas se han convertido en unas creencias que necesito para estar en el mundo, y no dejan de ser mi construcción ética, no la verdad absoluta. La moral absoluta no existe. La izquierda extrema no se ha hecho un gran favor erigiéndose en la dueña de todos los dogmas, y adornándola con bisutería en ocasiones demasiado barata. En primer lugar, porque esa posición es insostenible; en segundo, porque hay quien saber hacerlo mejor, y en tercero, porque se nos hurtan debates mucho más importantes. No era esa la batalla que había que librar. Los fanáticos del otro lado de la trinchera contienen la risa y guardan silencio por ahora, pero pronto saldrán a ocupar el espacio perdido con sus propias patrañas morales.
¿Ven? Al final me ha salido el lenguaje bélico. Igual ya no tenem
[1] Por si no lo sabían, todos los estudios psicológicos confirman que las personas guapas o con rasgos de niño salen sistemáticamente mejor parados de los juicios con jurado. Vean, si no, el caso de Ábalos. Son los sesgos cognitivos de nuestra especie, qué quieren.
[2] Tanto aristócratas como epistócratas no tardarían en imponer sus intereses propios. De hecho, ya lo están haciendo.
Magnífico artículo.
Sólo decir que, la coherencia y el ser humano no forman binomio. En el fondo somos multitud.
Podemos colgarnos de paradigmas ideológicos para sentirnos seguros, pero al primer vistazo autocrítico se nos derrumba la estructura.
Hace tiempo llegué a la conclusión de que la única revolución posible es la interior.
Tal cual