I.
El carácter de los eufemismos es tremendamente vomitivo; muy lejos de satisfacer la seguridad del oyente, le provoca una sensación postrera y póstuma que conduce irremediablemente a un servicio menor en cualquier sauna de la calle de La Montera. Es tal el malestar producido por estas suplantaciones lingüísticas, que todo el orbe se retuerce debido al tremendo sufrimiento que provocan estas medias falacias. Y es que el fin último de la realidad es que la verdad prevalezca sobre la materia; de lo contrario los círculos dejarían de ser concéntricos.
II.
La vigencia del terror no es lo que atemoriza; el verdadero pánico surge del pasado, de los verdugos muertos y desmembrados que plantaron su semilla en los sepulcros vacíos, esperando con ansia un futuro para llenarlos de cadáveres indecisos, en nombre de la relatividad del tiempo. El consuelo radica en el desconocimiento, en el olvido de aquel mensaje binario que cíclicamente regresa para causar bajas en todos los bandos; un vencimiento anticipado que es recibido siempre con sorpresa y escepticismo. La ventaja de todo esto, radica en que a pesar de la sangre vertida, los niños chicos seguirán llorando por nada.
III.
Es la vulgaridad el acompañante perfecto para los injustificados tiempos que cojean en nuestros días; una declaración de derechos que garantiza en un noventa y siete por ciento de las ocasiones, la completa extinción de los malentendidos producidos por la falsa educación que repta como un eslizón entre las piernas, ortopédicas o no, de todos nosotros, pobres inmigrantes hastiados de una soledad comprada en un centro comercial de las afueras. El valor de todo aquello que es definido como “vulgar”, es tan alto, que deberían de existir academias en la que se enseñara un comportamiento tan en boga, tan útil y vistoso como un hermoso ramo de cardos borriqueros recién floreados. No lamento más que, a buen seguro, las Altas Instancias, nos obligarán a seguir malviviendo de una manera educada.