Fue en un día de un verano del primer año del nuevo milenio. Se estrenaba la película con el título de “Náufrago”, protagonizada por Tom Hanks, Helen Hunt y Paul Sánchez.
Tuvo que ocupar la primera fila del abarrotado cine, en la única butaca que quedaba para su aforo completo.
Le daba lo mismo tenerse que comer la pantalla y sentir el ahogo de los ocupantes del avión al estrellarse contra el mar en unas coordenadas sin determinar, o la angustiosa lucha del único superviviente mientras se sumergía, por salir a la superficie y llegar a la isla donde vivió al estilo de Robinson Crusoe a lo moderno durante un largo tiempo.
En ese día, todo le daba lo mismo, acababa de descubrir la ideoted sin límites frente a quien después de diez años de matrimonio y cuatro más de concubinato público y notorio, decidió dejarle tirado como un kleenex, no se, si por aburrimiento, por incompatibilidad, o porque ella, la divina escuálida de puntiaguda nariz teñida de rubio se había liado con un abogado del montón entrado en años, que parecía su padre, según cuentan sus compañeras del trabajo al confundirlo con el abuelo del niño que tuvieron en común, al que conoció en sus habituales escarceos nocturnos como manifestación de lo que ella consideraba libertad personal, que no dudó en reivindicar con insolencia al regreso de su luna de miel en el vuelo de regreso, o más bien luna de hiel tras un crucero por las islas griegas en un abarrotado barco de familias completas cargadas de hijos y parejas de recien casados con anillos de boda relucientes, como el de ellos, en un camarote en la plante 3ª bajo la línea de flotación, sin un triste ojo de pez que les advirtiese del día y la noche o por el que poder disfrutar de la luna y las estrellas en el mar; además del zumbido incesante de los motores que él, de sueño ligero logró atenuar con unos tapones de cera comprados en el segundo día del viaje en la isla de Santorini, en ausencia de la pasión que era de esperar en ese crucero del amor para recien casados.
Que paradoja, el naufragio de un avión y el naufragio de un parias abandonado y sumergido en el mar de una profunda depresión, combatida a base de pastillas mezcladas con alcohol y la música nostálgica de Sabina de esos 19 días y 500 noches, en este caso de lo que podía haber sido y nunca fue, ni antes y menos después. Con el agravante de la apropiación indebida de sus objetos personales, algunos de ellos de su niñez, sus libros, su música, sus películas de Super 8 grabadas durante aquella adolescencia en la que soñaba con ser director de cine, sus fotos y hasta su ropa interior, y de ese anillo que ya había perdido el brillo, que siendo consciente del inminente naufragio dejó, no se si olvidado o abandonado en la habitación de invitados en las que pasó las ultimas noches sin dormir, bajo el mismo techo que ella, perdido en un constante incesar de recuerdos, y del ruido en su cabeza de los muchos reproches, de expectativas y sueños truncados.
Puso su vida a sus pies y no fue suficiente. Ella quería un comodín para un uso de conveniencia, con dinero y buena posición. Al parecer eso era lo que le enseñaron las Jesuitinas en la escuela, según ella contaba. Se conoce que el que habia elegido no colmaba sus expectativas.
Mientras él le llevaba flores y todos los caprichos, ella le vestía con ropa de grandes almacenes, a los que cambiaba la etiqueta por otras de marca que no dudaba cortar en las franquicias y boutiques en las que ella se vestía.
Él costeaba sus exposiciones de aprendiz de pintora licenciada en bellas artes en salas de hoteles con barra abierta de las que hizo bien uso para los visitantes.
También costeó, en su parte la adquisición de un adosado, contribuyendo igualmente, como no podía ser de otra manera a amueblarlo como ella dispuso y del que se llevó la mejor parte en un juicio de separación y otro de divorcio, de mutuo acuerdo, sufragados por él y cediendo a sus pretensiones, me dijo que por amor, por no envilecer como ella hizo con su comportamiento los vestigios de su relación.
Dicen que el tiempo locura todo. Y debe ser verdad, porque después de veintitres años, y de narrarme lo que aquí os cuento, le encuentro más feliz que nunca, más tranquilo que nunca, más completo que nunca, porque ha logrado superar con creces ese recuerdo de aquel pasado oscuro, marcado por el zafio comportamiento de alguien que aparentaba ser una mujer digna, jugando a un juego de roles del que ella quería salir vencedora, ensuciando con su lengua viperina la imagen de quien, el mayor error cometido fue confiar en su feminidad y amor inexistentes.
Ambos fuimos culpables, me dice él, ella por su pura apariencia de lo que no era y nunca llegará a ser y él porque nunca se preocupó por el rumbo que llevaba aquella relación ficticia…pero sobre todo por una falta de madurez por parte de ambos.
La tormenta pasó y tambien las quinientas noches, quizá alguna más, que hacen que hoy se sienta afortunado, con unas inmensas ganas de vivir siendo consciente de los vaivenes de la vida, pero sobre todo, de haber aprendido que el amor y la felicidad tienen que trabajarse día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, para que perduren en el tiempo.
Me asegura que lo que ha aprendido del pasado, es sobre todo, a no conformarse con una piedra de arenisca que se termine erosionando con el viento de las inclemencias de la vida, porque cuando uno es digno de una gema sólo tiene que profundizar y escarbar en el amor y darlo todo, y seguro que la encontrará, como él la ha encontrado.