MUCHOS AÑOS DESPUÉS

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Es esta una entrada sentimental, de resonancias y memoria, evocadas por aquella icónica y maravillosa película de Anthony Minghella, El Paciente Inglés.

Tuve ocasión de verla de nuevo en el Royal Albert Hall de Londres, en otoño; una proyección con música en directo de la Royal Philarmonic Orchestra, presentada por su compositor, el libanés Gabriel Yared.

Más de veinte años después, la película no ha envejecido, es tan elegante, emocionante y redonda como lo fue en su día, impecable. Ambientada en dos escenarios de extrema belleza: el desierto del norte de África – fue rodada en Túnez- y la campiña toscana, cuenta la trágica historia de amor de un cartógrafo húngaro, el huraño y tierno Conde László Almásy, y la alegre, hermosa, humilde y altiva esposa de un aviador y espía británico, Katharine Clifton, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

La atmósfera refleja la voluptuosidad de Oriente y la melancolía de Occidente en todos los elementos: el guion, la trama secundaria y sus personajes, los paisajes, los colores y la luz, la música y las referencias, para crear una poderosa experiencia visual que habla de amor y sentido, de muerte y transfiguración. A nadie con corazón deja indiferente.

No a mí, desde luego. No sólo porque la historia me atrapa, también porque está llena de detalles evocadores de mi propia biografía y mis inclinaciones, leitmotivs que me traen el recuerdo de experiencias ya casi olvidadas, flashes, melodías o situaciones que, en algún momento lejano o no, han movido mi sensibilidad.

Al verla después de tanto tiempo me sentí como arrastrada por las galerías encantadas de un viejo castillo, y regresé al Egipto que visité aquella primera vez, en abril de 1987 …

Recuerdo como si fuera hoy nuestro primer viaje a El Cairo, Ignaci, Bruno y yo, enamorados secretamente en compañía de nuestro amigo; ojos intensamente verdes y ojos intensamente azules, como Katharine y Almásy. El ruido de las calles de El Cairo, el paseo por el mercado Khan el Khalili, el tintineo de los frascos de vidrio, aquella vez compré una fragancia en aceite, años más tarde, una decena de perfumeros de cristal que aún veo, cada mañana, reflejados en el espejo de mi baño. El regateo con los vendedores, tantas veces. El sol canicular y radiante del desierto, nuestro Jeep encallado en la arena, en mi segundo viaje a Egipto. Los aviones amarillos, el vuelo instrumental, los aviadores. La luz dorada del ocaso en las ciudades de Oriente, la llamada a la oración del Maghrib, que cierra el ciclo del día y lo sacraliza, y que he escuchado otras muchas veces, indiferente al dios terrible del almuecín, pero abierta a su poesía, en el mismo Egipto, en Turquía, en Marruecos, Jordania, Israel, la última vez en Argelia el pasado verano.

Los delicados hilos conductores de la música y la literatura son también parte de mí. La Historia de Herodoto de Halicarnaso, hace nada lo he leído, es el libro que acompaña a los protagonistas, y que Hanna llevará consigo al final. Herodoto, el maestro de la escritura y la memoria, peregrino del mundo, que nos enseña, en boca de sabios y reyes, la inconstancia de la fortuna, la felicidad humana nunca es duradera. Y Kipling, que Kip lee a Almásy en sus últimos días de vida -Kipling se debe leer despacio, coma, al ritmo de la escritura, punto-. Debo escribir pronto sobre él.

Gabriel Yared contó, en la entrevista previa a la proyección, que la banda sonora de la película responde a cuatro ideas básicas del director: la sonoridad oriental, el lirismo y la elegancia de las melodías puccinianas, la abstracción perfecta de Johan Sebastian Bach y una canción popular húngara llamada Szerelem, Szerelem -amor, amor-. En todo ello hay trazas de mi geografía musical: Budapest, las variaciones Goldberg, incluso la encantadora canción que Irving Berlin compuso para Top Hat, Cheek to Cheek, que todos bailan bajo la lluvia. Ohhh…

Imposible resistir con entereza las últimas imágenes en la Cueva de los Nadadores, la voz de Katharine en su última carta:

Morimos, morimos, morimos ricos en amantes y tribus, sabores degustados en los cuerpos en que nos sumergimos como si nadáramos en un río. Miedos en los que nos escondimos, como esta triste gruta. Quiero todas esas marcas en mi cuerpo. Nosotros somos los países auténticos, no las fronteras marcadas en los mapas con los nombres de hombres poderosos… La lámpara se ha apagado, estoy escribiendo a oscuras.

Y los cuidados al final de la vida, las ampollas de cloruro mórfico: mi vocación y las vivencias de mi trabajo. Trazas de mi vida, melancólicas y soñadoras, en una película de hace mucho tiempo. Escribe Chateubriand en sus Memorias de Ultratumba:

Los recuerdos que se despiertan en mi memoria me abruman por su intensidad y su abundancia; y sin embargo, ¿qué son para el resto del mundo? 

Los actores de “The English Patient” se reunieron en su 20 aniversario (Roma  Oct16)

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