Los amigos de la infancia están muy sobrevalorados, tal vez la amistad en general, queriendo decir con ello que metemos en el cajón de los amigos a personas que no lo son. Ni están todos los que son y ni son todos los que están.
Como decía alguien que consideré más que un amigo, que dos personas no pueden llegar a fraguar un auténtico lazo de amistad sin haber comido un kilo de sal juntos, me hizo recordar a las vacas chupando una piedra de sal como método usado por los productores ganaderos para aumentar su produción de leche; pero sin entender su significado, le pregunté que quería decir con tal abundante ingesta de sal para llegar a ser amigos y, la verdad, es que me gustó su respuesta, la cual vino a corroborar que ni él, ni yo, habíamos comido la suficiente, pues aquella amitad se terminó con una traición -por su parte-; indicándome que comer un kilo de sal es haber compartido la mesa durante tanto tiempo que nuestra complacencia culinaria con su pequeña dosis como para no provocar una subida de tensión peligrosa para nuestra salud cardiovascular y que los alimentos estén en su punto, se llegue a acumular la cantidad de tan necesario condimento en tantas mesas y sobremesas con sus correspondiente manteles y sobremanteles, que nos hayan permitido compartir y vivir confidencias, experiencias, alegrías y penas, tan necesarias para unir corazones, para confiar el uno en el otro, sin reservas.
En fin, al margen de esta vivencia de la que aprendí, por una parte, hasta donde llegar si se quiere que algo permanezca en secreto, como es no contarlo a nadie, pues basta que adviertas “no digas nada”, para que esta advertencia pase a formar una larga cadena de confidencias entre amigos de amigos, y más allá, que al final el secreto se convierte en un chisme que hasta los vecinos del pueblo de al lado tienen conocimiento, Y, por otra parte, también me sirvió para comprender que una cosa es socializar y otra tener amigos.
Como todo en este mundo de hombres y mujeres, y viceversa, la prudencia es el mejor consejero en las relaciones humanas, porque precisamente, el homo sapiens tiene el defecto de convertir lo blanco en negro, pasando por una tan amplia gama de grises que, al final, nos convierte en lo que somos, personas con dos caras o lados, uno oscuro, por mucho que lo intentemos ocultar, y otro, vamos a llamarlo, menos oscuro, y es que, el conocimiento y la experiencia que te dá la vida termina haciéndote ver que todos, al fin y al cabo miccionamos lo mismo, con más o menos acetona, y que, necesariamente, nuestro camino pasa por limar muchas, muchísimas aristas de nuestro alma, de ahí mi escepticismo, no con los demás, sino también conmigo mismo, sumergido en un profundo aprendizaje, sine die, para en la medida de lo posible ser cada día mejor, o al menos intentarlo, porque es lo que realmente termina haciéndonos auténticos y felices.
Pero, volviendo a la amistad, ya que en mi defecto de querer centrar el tema siempre lo descentro con mi tendencia natural o adquirida, quien sabe, de irme por los cerros de Úbeda, en mi caso, no para terminar enamorando a una mujer mora como el lugarteniente del Rey de Fernando III “el Santo” que le impidió cumplir con la misión que aquel le había encomendado por aquella tierras, en su reconquista a los moros; sino simplemente porque soy así y, tal vez, porque divagar me hace ver con más perspectivas las cosas, actitud peligrosa, porque muy a menudo suelo perderme por esos cerros o por otros.
Y, volviendo a la amistades de la infancia, sufrí hace unos días el rencuentro con uno de aquellos amigos que al verle me hizo recordar lo mayor que estoy, aunque menos que él aún a pesar de tener dos años menos que yo, sino darme cuenta como después de más de medio Siglo sin verle sólo me unía a él los recuerdos, hasta el punto que sentí, después de contarnos alguna de nuestra batallitas con un pincho y una cerveza, no tener nada que decir y, como lo habitual cuando esto sucede, como cuando te encuentras con el vecino del quinto en el ascensor, es hablar del tiempo o de política, nos sumergimos en querer arreglar el mundo, ya que el tiempo es el que es, y hablar del calentamiento del planeta no me resultaba atractivo.
Cuanto más, me hubiese valido hablar del tiempo, aunque seguramente hubiéramos terminado igual, o simplemente habernos despedirnos tras un fuerte abrazo empapado en la melancolía de nuestros juegos de infancia, y no dejarme atrapar por los tentáculos de su ideología de luchas de clases, como buen trabajador que es y ha sido, cuestión que recalcó, llamándonos sin pudor y rodeos fachas a quienes no nos gusta la manipulación ideológica y, en mi caso, como si no me hubiese tenido que ganar, como él y como la mayoría de los mortales el pan de cada día con el sudor de mi frente, y de otras partes del cuerpo, de aguantar lo inaguantable y que evitaré nombrar por pudor; terminamos como en la reconquista a la que me he referido, moros contra cristianos, en la dificultad añadida de intentar razonar con quien su único argumento para ser de izquierdas es ser trabajador, y con quién antes de ponerse los zapatos del otro para comprenderle le crítica.
Pero, sobre todo por nuestra incapacidad, la suya y la mía, y la de la mayor parte de aquelos homínidos evolucionados, de escucharnos sólo para responder en vez de para aprender, porque de todo se aprende, hasta de lo malo. Así que, tras una larga hora en la que en los últimos veinte minutos no pude hablar, y cuatro cervezas más en nuestra panza que no sé si fueron las causantes de mi dolor de cabeza o la verborrea de aquel niño convertido en un viejo radicalizado por el odio, la venganza, no se sabe porqué, quizá por no llegar a ser rico y tener un chalet en Somosierra, o de quien ha sido abandonado por su mujer, o por una mal entendida forma de concebir la vida desde el embudo paranoico de verla contra él; terminamos despidiéndonos con el deseo de mi parte de no volverle a ver y, peor aún, desde la frustración de sentir que la imagen de aquel amigo que siempre había tenido en mi recuerdo de la infancia terminó con el deseo inicial de ese rencuentro de volver a confraternizar como cuando éramos niños y es que, no se puede sacar de donde no hay, además de que la amistad no puede existir sino se cultiva y se cuida, incluso se la deja descansar de vez en cuando, o cuando la lealtad no existe, o lo peor de todo, cuando confundimos nuestra imperiosa necesidad de socializar con la amistad sin dejar pasar el tiempo necesario como para haber comido un kilo de sal juntos, con la prudencia de intimar sólo con aquellos que lo merecen y nos pagan con la misma moneda, porque dar sin recibir, termina vaciándonos.
La memoria hace grandes los afectos más lejanos; la experiencia sabe medir los verdaderos.
Magistral relato de un, no agradable, encuentro.
Muchas gracias.
“Dar sin recibir, termina vaciándonos” Me gusta mucho esa frase, Feliciano, deberíamos recordarlo siempre.