Ayer leí una expresión en algún sitio, no recuerdo dónde: «tengo el alma pochita» y dije, ¡vaya!, eso es lo que yo siento. Ahora mi alma está envuelta en una toquilla de lana al calor del brasero.
¿Qué se puede hacer con esta Navidad que acecha? Pienso frotándome las manos para que se calienten, también.
¿Torearla, sentarse a esperar o salir corriendo para que no te alcance? Correr no puedo, además del alma enferma tengo el cuerpo empático y está poco más o menos como ella. Dejándose llevar hacia la nada, perezoso y con color ceniciento.
Y lo peor de lo peor es que ese pensamiento me está explotando en la cabeza casi antes de encender el ordenador un miércoles gris y húmedo, antes de terminar el segundo café. Lo más terrible de todo es que ha llegado todavía antes que los años de antes.
Las fiestas no serán ni peor ni mejor que otras, serán tristes, como todas, cada año con sus motivos y serán alegres, poco, pero en algún momento lo serán, cada una con sus razones.
Ahora, por pensar en ello, se ha puesto a nevar en el corazón y está cuajando en las paredes. Por si fuera poco, recibo una foto en el móvil, un recuerdo de hace siete años, dice Google. El pelo más largo, el cuerpo a la mitad y unos ojos seguramente igual de pequeños, pero que entonces parecían que veían más, en esos tiempos se debían encender las luces todavía con más antelación, pero quizás a mí no me importaba.
Acabo de recordar que hoy tengo la quinta o sexta comida prenavideña, ya no sé si con otro grupo de amigos o con el mismo, pero cambiando la ubicación. Es fácil que desde que comenzó esto, allá por finales de octubre mi talla de pantalón haya crecido varios centímetros, como si se fuera haciendo mayor. Llevo casi un mes llegando a casa, día sí, día no, con ardor de estómago, de cabeza y de garganta.
De estómago porque el vino, la cerveza y el whisky ya no se llevan bien entre ellos, se han cansado de compartir juergas. De cabeza porque la mezcla ya solo causa estragos, por la música demasiado alta o las voces a todo volumen para pisarse entre ellas. Además, ya no la pierdo como antes, al contrario, se mantiene fija encima de los hombros, como si nada de lo que ocurre fuera tuviera que ver con ella. La gente grita, ríe y brinda y ella mientras, viaja por lugares por los que no debería pasar, y los ríos de alcohol, las falsas apariencias y las risas huecas son solo un disfraz que podría ser de Halloween, que le pega mucho más que celebrar un nacimiento de alguien que ni conoce ni nunca se pagó una ronda para festejar su cumpleaños. La garganta me duele de callar, de no chillar y de las guirnaldas que cuelgan de las paredes y me asfixian.
En general las navidades no me gustan desde que mi mundo es mundo, y en particular, este año todavía menos. Soy como los polvorones que duran 365 días guardados en el último cajón del armario del comedor, rancia, cada día, si me cabe, un poco más.
Mis adentros se encojen bajo el faldón de la mesa camilla mientras mi boca hace un puchero. No soy consciente porque no me veo, mi compañera sí y me tira el bote de los lapiceros para hacerme reaccionar, ella sabe que mi cara siempre es el espejo del alma, y que en este momento es la de una señora de ochenta años con artrosis en los ojos y sabañones en los pies.
Me queda el consuelo de que tal vez, solo ande pachucha este diciembre, quién sabe si con suerte, el año que viene, mi alma pocha se recupere, se quité el pijama de felpa, se vista de lentejuelas y remoje las penas en un spa.
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