El día en el que Fernando Cafre fue fusilado, ni siquiera hacía un buen día, y eso que el mes de mayo se había ido de rositas hacía por lo menos dos semanas.
El pelotón de fusilamiento, cuatro soldados demasiado jóvenes e ignorantes como para saber por qué luchaban, estaba comandado por un sargento recién salido de la cantina, apestando a aguardiente y con el uniforme sucio y mal colocado.
Aunque en realidad a Fernando esas menudencias le importaban muy poco, a decir verdad, hasta el hecho de la inminente muerte le resbalaba. Y es que desde el diez de abril, día en el que fue capturado, era incapaz de recordar el nombre del cantante de la última canción que bailó con su novia, Amparito, en casa de sus futuros suegros, el día de la pedida de mano de la niña. Estaban tomando unos anises con pastas, cuando comenzó a sonar en la radio. Fernando se levantó de la mesa camilla, tomó a Amparito de la mano, y en el salón de sus futuros se contonearon al ritmo de la musica y de la voz melodiosa de su interprete, aquél que ahora había olvidado irremediablemente.
El sargento dando algún tumbo que otro, se acercó a Fernando y le ofreció un pitillo a modo de última voluntad.
-Ten, Chaval, fúmatelo, sin prisas.
– No, muchas gracias no fumo, sin embargo, si me lo permite, desearía postreramente hacerles una pregunta.
-Pues tú dirás, muchacho a ver ¡Atended tarugos!
Fernando tomo aire.
– ¿Saben ustedes quién canta esta canción? Es algo así.
Y Fernando comenzó a tararearla.
-Joder ¡Me suena un montón! -dijo uno de los zangolotinos del pelotón- la he oído muchas veces en la radio.
– ¡Yo también! -Aseveró el Sargento- ¿Pero el que canta no es español, no?
– No sargento, no lo es – respondió Fernando- yo creo que es inglés o francés, una de dos. La vuelvo a tararear…
Más de una hora estuvieron verdugos y condenado devanándose los sesos intentando averiguar de qué intérprete se trataba; hasta que, de improviso, al sargento se le iluminó el numen.
-¡ La madre que me parió, es el franchute ese del sombrero de paja! ¡Morich Chibaler!
A Fernando se le iluminó la cara y una amplia sonrisa de trabajo bien hecho brilló en la desdentada boca del sargento.
-Pues hala, chico, ya, a lo nuestro…
-Sí, señor -respondió Fernando feliz, libre de su carga.
Dos minutos después, Fernando yacía muerto, fusilado de cuatro tiros más uno de gracia junto a la tapia del cementerio.
Entretanto, Maurice Chevalier, cantaba en persona «Prosper -yop la Boum!-» para los prometidos.
Una crónica elegante de un absurdo fusilamiento.
Genial.
¡¡Me encanta!! ¡Qué original!
Me ha encantado, como siempre. Me parecen tan originales tus relatos.