En todos los países del mundo se reserva una fecha para rendir homenaje a las madres, a la importancia de su misión. En España se celebraba antaño el día de la madre en la festividad de la Inmaculada Concepción. Una fecha que en pleno franquismo comenzó a trasladarse, de forma oficiosa, al primer domingo de mayo. Muchos países lo celebran, en cambio, el segundo domingo de ese mes.
Se debería hablar de las madres, por su valor personal y concreto, al margen del interés comercial. De todo hay en la viña del Señor, pero con todo hay que pechar y seguir adelante. Tengo a mano unos cien escritos de personajes ya fallecidos, que Nicolas Bersihand ha seleccionado y agrupado en Cartas a la madre (Ediciones B). No entraré a analizar el criterio seguido en esta antología, que no me convence, sino que aprovecharé algunos de los testimonios que nos brinda. Así, el autor de La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson, escribía a su nodriza con sentimiento filial: “has significado mucho en mi vida”. Otros se mostraban cariñosos con sus madres adoptivas o con sus suegras (este es el caso de Edgard Allan Poe, y Kafka incluso llamaba ‘querida madre’ a la que no llegaría a ser su suegra).
De su madre biológica, Beethoven escribió: “Para mí fue una madre bondadosa y digna de ser amada, así como mi mejor amiga”. Robert Schumann calificaba a su madre de ‘bondadosa e indulgente’, y le decía: “sólo a ti debo mi vida feliz, mis expectativas de contar con un futuro alegre y sereno”. A las dos horas de morir su madre, un dolorido Mozart escribió a un amigo: “He visto con toda claridad que Dios quería tenerla a su lado y, en consecuencia, me he entregado a la voluntad divina. Él me la había dado y, por lo tanto, también estaba capacitado para quitármela”.
Tendría 40 años Baudelaire, el autor de Las flores del mal, cuando le escribió a su madre: “Bajo la presión de tus injusticias, te falté al respeto, como si una injusticia materna pudiera autorizar una falta de respeto filial. Me he arrepentido a menudo, aunque, como es mi costumbre, no he dicho nada”. El poeta Rainer Maria Rilke tuvo una infancia muy difícil. Decepcionado hondamente de su madre, que “quería pasar por joven, enfermiza e infeliz. Y es probable que infeliz lo fuera. Creo que todos lo fuimos”, anhelaba que hubiese sido bondadosa y benéfica (siempre la necesidad de recibir bondad, una constante humana). “Hubo un tiempo en que odiaba a mis padres, especialmente a mi madre. Con el paso de los años me libré de este error. La veo de vez en cuando y siento más allá de toda extrañeza que es muy infeliz y está muy sola”.
Quizá la carta más severa de las que aquí se recogen sea la de Lord Byron. En 1804, con 16 años de edad, hablaba a su hermana sobre su madre: “Tiene una excelente opinión de sus propios atractivos personales, resta seis años a su edad, afirma que cuando yo nací solo tenía dieciocho años, cuando, mi querida hermana, sabes tan bien como yo que era mayor de edad cuando se casó con mi padre, y que yo no nacía hasta tres años después”. Se queja de las vejaciones recibidas: “entra en un arrebato de frenesí, me reprende como si fuera el más despreciable de los desgraciados, desentierra las cenizas de mi padre, lo maltrata, dice que seré un verdadero Byrrone, que es el peor epíteto que se puede inventar. ¿Debo llamar madre a esta mujer? ¿Voy a dejar que me pisotee de esta manera solo porque por ley natural tenga autoridad sobre mí? ¿Debo permitir que me provoque con insultos, llenos de deshonra, y sufrir que ultraje mis sentimientos en las ocasiones más triviales?”.
El marqués de Sade estaba muy satisfecho de su madre y, a propósito de su fallecimiento, escribe: “una madre es una amiga que la naturaleza solo nos da una vez, y que nada en el mundo puede sustituir cuando hemos tenido la desgracia de perderla”. En cambio, Leopold von Sacher-Masoch, quien dio nombre al término masoquismo, le llegó a decir a su madre que él tenía miedo del amor, por tener miedo de la mujer: “Veo en la mujer algo hostil, que me mira como un ser puramente sensual, exterior, como la naturaleza que carece de alma”.
Para concluir esta calicata, elijo a Antonio Gramsci. En carta a su madre, el pensador y dirigente comunista evocaba que, de niño, nunca se acordaba de escribir con dos ces la palabra uccello (pájaro) y que ella le corrigió esa falta muchas veces. Y le decía con dulce alegría: “Puesto que todos los recuerdos que tenemos de ti son de bondad y de energía, y que has dado tu fuerza para criarnos, esto significa que estás en el único paraíso que existe de verdad para una madre, que es, pienso yo, el corazón de sus hijos”.
Nadie escoge a sus padres, pero nada está fatalmente determinado. Y, al final, cada uno es hijo de sus obras.