El peor defecto de la monarquía no es la no elección por los ciudadanos o la arriesgada sucesión familiar. Lo peor es que el afecto no es hereditario. La gente siente cariño por las personas, no por las instituciones. Cuando las personas mueren, como acaba de suceder con Isabel II, se llevan consigo la simpatía y el amor que lograron generar. Y el que viene detrás tiene que volver a empezar.
“Es ‘Majestad’ la primera vez y luego ya es ‘Señora’. No hay que decir ‘Majestad’ todo el tiempo”. Esa frase, que aparece en la maravillosa película The King’s Speech, es una norma del protocolo británico desde hace muchísimas generaciones. En inglés, “Señora” se dice Ma’am, que es contracción de “Madam”: una importación medieval de Francia.
Se ha muerto Isabel II, se ha ido Ma’am. Una mujer sencillamente extraordinaria. Lo decía aquí hace poco el inmenso Darren Lorente-Bull: sea uno monárquico, republicano o mediopensionista, resulta casi imposible decir una cola cosa negativa sobre ella.
Antes de que se me olvide: hace muchos años que no entiendo por qué uno tiene que definirse a sí mismo como monárquico o como republicano. En términos absolutos (¡con lo que nos gustan a los españoles los términos absolutos!) yo no soy ninguna de las dos cosas. Como tampoco soy del Madrí ni del Barsa, ni del Betis ni del Sevilla, ni excluyentemente de la paella o del gazpacho. Esas limitaciones, que suelen servir para enfrentar a las personas y para nada más, me parecen, en primer lugar, absolutamente sentimentales y viscerales, por más que muchos intenten disfrazarlas con un barniz argumental que sirve de muy poco. La forma de Estado apenas cuenta por sí sola; lo que importa es el funcionamiento de ese estado y la calidad de su democracia, y para eso es irrelevante que haya rey, presidente o consejo de ancianos fumando en pipa alrededor del fuego. Pensar que la república por sí sola es mejor que la monarquía es un disparate como la copa de un pino: váyanse ustedes a Argelia, por ejemplo. Y pensar que la monarquía, también por sí sola, es mejor que la república es otra idiotez; vayan ustedes a Marruecos, que está al lado del ejemplo anterior. Lo que importa del huevo es lo que hay dentro; la forma de estado no es más que la cáscara.
Un país puede decidir, en su Constitución, que al jefe del Estado lo elige todo el mundo, lo mismo que a los parlamentarios. Perfecto. Otro país puede determinar en su Carta Magna que al jefe del Estado, como símbolo de toda la nación que es, hay que preservarlo de las puñalás políticas, y no se le elige: forma parte de un grupo distinto (una familia, por ejemplo) cuyo trabajo es eminentemente simbólico. Pues perfecto también. Si la gran mayoría está de acuerdo en lo uno o en lo otro, y si la democracia funciona correctamente, ¿cuál es el problema?
Esa autodefinición, monárquico o republicano, blanco o negro, conmigo o contra mí, necesita de aquello que de chicos llamábamos en clase de Lengua “complementos circunstanciales”. Por ejemplo, de lugar: en Gran Bretaña yo sería monárquico, lo mismo que en Dinamarca o en Holanda. En Marruecos o en Malasia o en Arabia Saudí, yo sería republicano. También hay complementos circunstanciales de tiempo: en la España de Fernando VII y la Inquisición, yo habría sido republicanísimo; en la de Franco, indudablemente monárquico de don Juan.
¿Y hoy, y aquí? En la España que me ha tocado vivir, yo prefiero que haya rey. En serio se lo digo. No quiero ni pensar qué sería de la jefatura del Estado, de la estabilidad institucional ni de la imagen (o el prestigio) de la nación si su más potente símbolo fuese objeto de la codicia, de las maquinaciones y de los intereses de nuestros políticos. Sería literalmente imposible que uno de ellos nos representase a todos, como ha hecho Ma’am durante 70 años, como hizo su ejemplar padre durante otros 16 y como hace hoy Felipe VI; y este a pesar de las tropelías que, por culpa de la codicia y de una inviolabilidad que se convirtió en impunidad, cometió su padre durante años, convencido de que nunca se sabría nada. Pues se ha sabido todo. Y eso ha hecho más daño a la Corona española (y al prestigio de la nación a la que sirve) que ninguna otra cosa. Juan Carlos, que tanto hizo al principio por la democracia, ha sido el mayor fabricante de republicanos de toda nuestra historia. Su hijo Felipe lo tiene más difícil que nadie, a pesar de su honestidad, de su irreprochabilidad y de su tremendo esfuerzo para reparar el desastre.
Eso es lo que ha hecho Isabel II, Ma’am, durante toda su larguísima vida. Le tocó un trabajo que nunca le gustó y que, como dijo alguna vez, casi mató a su padre, que jamás quiso ser rey. Pero desde niña le inculcaron una idea que se le metió en la sangre: tienes que cumplir con tu deber. Siempre. Toda tu vida, sin excepciones. Tu trabajo es servir a la institución que encarnas: la Corona, símbolo de la nación, y eso está por encima de todo, incluso por encima de ti misma. Se lo dijo su abuela, la tremenda reina María de Teck, viuda de Jorge V: “Cuando en tu vida se enfrenten en amor y el deber, cosa que ocurrirá, tiene que ganar el deber. La Corona está por encima de todo. Y nunca muestres tus sentimientos en público, o lo pagarás caro”.
Eso fue lo que hizo Isabel II desde los 25 años hasta los 96. No dio un escándalo, no la pillaron jamás en un renuncio y cometió contadísimos errores, aunque alguno de ellos no fue precisamente pequeño. Si ven sus fotos (y son cientos de miles) observarán que en prácticamente todas, desde finales de los años 50, tiene la misma sonrisa: cálida, amistosa, cordial… pero siempre la misma. Esa sonrisa “oficial”, que yo creo una estudiadísima máscara, transmitía un mensaje evidente: tranquilos, que todo va bien. Tranquilos, que yo calmaré a estos. Tranquilos, que yo no dudo ni tiemblo ni me muevo. Lo dijo una vez el New York Times: “La reina Isabel de Inglaterra no necesita adaptarse a los tiempos. Le basta con quedarse donde está y serán los tiempos los que se adapten a ella”.
Pero desde luego que se adaptó. Muchísimo. Cuando ella se bajó del avión que la traía de Kenia, convertida de pronto en una reinita de 25 años, y se encontró con un oso resabiado como Winston Churchill, estaba aterrorizada. Le habían dicho cien veces que la monarquía británica tenía su fundamento en el misterio, en lo inalcanzable, casi en lo divino: los royals no eran como los demás y su función consistía en dar, a la vez, ejemplo de perfección y también ilusión a las pobres gentes que lo estaban pasando tan mal.
Eso fue lo que hizo… mientras funcionó. Pero con el tiempo se dio cuenta de que la sociedad cambiaba y la utilidad de la monarquía también. No debía perder su carácter simbólico, pero debía bajar a la calle. Ma’am tardó 52 años en hacerlo. Ella y su hermana Margarita se “escaparon” de Buckingham Palace (bueeeno, les habían dado permiso) en la noche del 8 de mayo de 1945, cuando todo Londres se había ido a festejar el final de la guerra en Europa. Se lo pasaron de lo lindo. Pero la siguiente vez en que Ma’am le dio la mano a un desconocido, en la calle, fue en septiembre de 1997, cuando murió Diana de Gales.
La reina tuvo que aguantar las ventoleras de su marido, Felipe, que le puso los cuernos algunas veces por la sencilla razón que se moría de aburrimiento y se sentía humillado en su masculinidad; machista como era, aquello de ir siempre dos pasos detrás de su mujer le ponía de los nervios. Pero ella, con toda la paciencia del mundo, con todo el respeto por el deber del mundo, se tragó aquello y fue capaz de meterle en la cabeza a su marido la vieja máxima: el trabajo, el deber, están por encima de todo. Y el duque de Edimburgo acabó siendo otro de los puntales de la Corona, el más rigorista, el más puntilloso con el protocolo, el más firme en su rango y en su posición. Quizá no el más inteligente, pero sí el más sólido.
La reina las pasó canutas muchas veces. Cuando su hermana, que era bastante gamberra, se comportaba con naturalidad y no con distinción (¡aquel viaje a EE UU de 1965, cuando su desparpajo puso pálida a su hermana pero encandiló al tosco presidente Lyndon Johnson!), o se empeñaba en casarse (o en encamarse) con tipos muy guapos pero más bien buscavidas. O cuando su tío, lord Louis Mountbatten de Birmania, el gran protector de su marido, estuvo a punto de dar un golpe de Estado contra el gobierno del laborista Harold Wilson. O cuando los monárquicos de su corte, al parecer mucho más monárquicos que ella, la pusieron de vuelta y media (la primera, su madre) por haberse marcado un baile superguay con el presidente de Ghana, el temible Kwame Nkrumah, para evitar que aquel remoto país se acercase demasiado a los soviéticos; fue una de las rarísimas veces en que tomó la iniciativa y se saltó las normas, ella, que no se las saltaba jamás.
Hay decenas de ejemplos. Cuando el anciano Churchill le mintió sobre su estado de salud y ella, que tanto lo quería, tuvo que echarle una bronca de campeonato. Cuando Anthony Eden hizo tres cuartos de lo mismo. Cuando se dio de bruces con Margaret Thatcher, una mujer que parecía que se había tragado un sable y que estaba convencida de que la reina era idiota, cuando no era así ni muchísimo menos; acabaron llevándose bien. Cuando no reaccionó a tiempo y tardó demasiado en meter los zapatos en el lodazal de Aberfan, en Gales, donde un desprendimiento había acabado con la vida de 144 personas, la mayoría niños. Cuando decidió esconderse entre los setos de los jardines de Windsor para no verse obligada a pasear por allí con Nicolae y Elena Ceausescu, a los que no tragaba… y eran los tiempos en que el tirano de Bucarest pasaba casi por “moderno” (hoy se diría cool) en la política europea.
Momentos terribles fueron los estrepitosos fracasos de los matrimonios de sus tres hijos mayores. Ma’am, que había sido llevada al trono por culpa de la intolerancia británica hacia el divorcio, tuvo que mandar (no sugerir, no aconsejar: ordenar) al cabeza loca de su hijo mayor, Carlos, que se divorciase de aquella mariposa venenosa con la que se había casado, Diana Spencer, que estaba deteriorando a la Corona como nadie antes desde Eduardo VIII. Andrés hizo lo mismo con aquella frescales sin educación de Sarah Ferguson, y Ana, la más amarga y rencorosa de los cuatro hijos, aguantó lo que pudo (no fue demasiado) con el capitán Mark Phillips, otro que tampoco estaba a la altura de las circunstancias ni mucho menos.
Ma’am no fue una buena madre, eso es verdad. Aunque fue una santa, sin duda, en comparación con su abuela María de Teck, que era la severidad misma, pero lo cierto es que los cuatro chicos crecieron un poco a la buena de Dios: no les dedicó demasiado tiempo y tampoco logró meterles en la cabeza la idea esencial de que el deber va antes que cualquier otra cosa.
Su peor error fue la gélida reacción que tuvo cuando Diana de Gales se mató en un “accidente” de coche provocado por la prensa desalmada. No la podía ni ver. Hay muchas cosas que no podía perdonarle, y con muchísima razón. Tras el desastre se empeñó en no hacer nada con el pretexto de “proteger” el dolor de sus nietos, Guillermo y Enrique, los hijos de Diana, que estaban con ella en Balmoral. Quería que todo el duelo, incluido el funeral, fuese “privado y discreto”. Millones de británicos interpretaron aquello –y con razón– como un desprecio, casi un insulto hacia una persona extraordinariamente popular y querida por la gente, como era Diana.
Pero Ma’am se dio cuenta en aquel trance de que la monarquía divina, aislada en lo alto, sobria y contenida, apenas entrevista por el pueblo desde las cocinas de sus casas; la monarquía tal y como se la habían enseñado de niña, ya no servía, porque la sociedad había cambiado. Había que acercarse a la gente. Había que acompañar a la gente, no solo mostrarle grandeza lejana. Y lo hizo. Le costó mucho, pero lo hizo. “Así se sobrevive”, dicen que dijo su primer ministro de entonces, Tony Blair, cuando vio a la reina bajarse del coche a contemplar las flores que la gente había acumulado por toneladas ante la verja del palacio de Buckingham; cuando la vio dar la mano (eso sí: con guante) a quienes medio siglo después la contemplaban allí, en la calle, atónitos; cuando vio aquel discurso en directo en que alababa a Diana sin que se le notase en absoluto que estaba tragando bilis, y sobre todo cuando Her Majesty, que no había inclinado la cabeza ante nadie en toda su vida ni volvería hacerlo, bajó brevemente la barbilla ante el paso del féretro de aquella peligrosísima muchacha. Sí, así se sobrevive.
Ya no hubo vuelta atrás. En su larga vejez, Ma’am dio rienda suelta (tampoco demasiada, seamos sinceros) a un sentido del humor que nadie le conocía, porque entre los sentimientos que le habían dicho que no había que mostrar nunca en público estaba ese, el de la risa. Intervino en una película junto al actor Daniel Craig, que hacía de James Bond. Se tomó un té con un osito de peluche, Paddington creo recordar que se llamaba, y le mostró por fin lo que llevaba en su inseparable bolso: ¡unas tostadas!
La gente, los ciudadanos, no solo le perdonaron aquella mala leche que mostró cuando murió Diana sino que la quisieron más que nunca. Eso ya no cambió. Los británicos aprendieron a distinguir entre la reina, a la que adoraban, y su despelurciada familia, que era una jaula de grillos. Ella se empeñó en dejarse ver, y cómo: bajita como fue siempre (1,63 llegó a medir en su juventud, antes de que los años empezasen a encorvarla), se presentaba en los actos públicos vestida con unos colores no ya chillones sino aullantes, que habrían matado de envidia a Michael Jackson o a Lady Gaga. Y ella lo explicaba tranquilamente: “Es que, si no, no me ven”.
Partió el corazón a millones de personas cuando la vieron, menudita, arrugada, inmóvil, pero sobre todo terriblemente sola, en el bellísimo funeral por Felipe de Edimburgo, su único amor, que estuvo junto a ella más de setenta años. Ahí se empezó a morir la reina.
Aquella niña que soñaba con ser un caballo; aquella muchachita cuya ilusión era vivir en el campo criando precisamente caballos y perros (esto sí lo hizo, y con un éxito increíble), y no soportar a los primeros ministros, ni a los políticos, ni a sus desquiciados hijos y algún nieto, debió de darse cuenta alguna vez, ya de mayor, de que había algo que no podía hacer: transferir a la siguiente generación el amor que le tenía todo el mundo. Eso es imposible y es el gran fallo de toda monarquía, mucho más que el de la no elección para el cargo o el de la sucesión familiar: la gente desarrolla sentimientos por las personas, muy rara vez por las instituciones. El afecto no es hereditario. Si la monarquía tiene hoy el apoyo del 80% de los británicos (algo menos en Escocia), eso se debe a ella y a nadie más; al cariño, la ternura y la admiración que sabía despertar ella. Pero no los demás, no su heredero, ni su desvergonzado hijo Andrés (lo de su encamamiento clandestino con menores de edad destruyó su prestigio, pero no afectó en absoluto al de su madre), ni menos aún el aturullado príncipe Harry, tan aficionado a salir corriendo en vez de quedarse a solucionar los problemas; a este seguro que tampoco le dijeron aquello de que el deber está por encima de todo.
Sí, tiene razón Darren Lorente-Bull: es dificilísimo decir algo negativo de esta admirable mujer que logró mantener viva la confianza de la nación en sí misma a pesar del referéndum de Escocia, a pesar del Brexit y a pesar de haber padecido como penúltimo primer ministro a un peligro público, a un populista marrullero como Boris Johnson. ¿Se habría mantenido esa confianza de igual manera con un presidente de república? Pues yo creo que no. La prueba la tenemos en EE UU, que está al borde de la ruptura civil por culpa de un delincuente, un mentiroso compulsivo, un personaje totalitario y ególatra, un tipo mentalmente infantil como Donald Trump. Los norteamericanos no tienen a nadie que simbolice y reúna bajo su respeto a la nación entera por encima de personajes peligrosísimos como este. Nadie que sepa atemperar y calmar a los apasionados o a los furiosos, como tan bien sabía hacer Ma’am. Eso, a veces, es una ventaja irreprochablemente democrática. Pero otras veces, como estamos viendo, no lo es.
Isabel Alejandra María Windsor se ha ido en medio de la congoja, del sorrow, de la inmensa pena y de las lágrimas de todo su pueblo. La querían de verdad. Arrojaban flores al paso del coche que llevaba su féretro. Incontables personas guardaban fila, en las ciudades y en los campos, en las cunetas de la carretera, para despedirla y aplaudir al ver pasar sus restos. Los británicos acumularon miles y miles de ramos floridos, tarjetas llenas de afecto, globos y peluches ante la verja de Buckingham, como ya ocurrió cuando murió Diana: quién lo habría dicho entonces. En estos días los periodistas entrevistan, micrófono en mano, a la gente que encuentran por la calle. Los contritos transeúntes dicen muchas cosas, como pasa siempre, pero hay una respuesta que se repite muchas veces: “Qué gran mujer. No habrá otra como ella”.
No, no la habrá. Y la pregunta flota en el aire: ¿Qué va a pasar? ¿Logrará Carlos III mantener el prestigio y la utilidad de la Corona, ahora que su madre ya no está? Pues quién sabe. Fácil, lo que se dice fácil no lo tiene.
Sit tibi terra levis, Ma’am. El mundo fue un poco mejor gracias a ti.
Suscribo al ciento por ciento tu reflexión sobre monarquía y república, otro debate interesado que nos sustrae del verdadero debate.