La Verdad posee un sentido estrecho y restringido: ese uso de la palabra como sinónimo de sinceridad, franqueza, trato correcto y ausencia de engaño.
La verdad en oposición al engaño, la verdad como fundamento del carácter, la verdad en el sentido moral. En esta aceptación, representa el fundamento de toda virtud. No hay justicia sin verdad; no hay filantropía sin verdad; no puede haber abnegación, ni valentía, ni rectitud -ni virtud de ningún tipo- sin fundamento en lo sincero y honesto, frente a lo mentiroso y engañoso.
Los filósofos distinguen varias “verdades” de la Verdad: la lógica, la conformidad del razonamiento con las premisas; verdad ontológica, metafísica o trascendental; verdad absoluta, etc.
Pero captar la idea de la Verdad Absoluta es otra historia. Todas las ideas abstractas requieren un trabajo profundo para formularlas. La idea de verdades fundamentales, inmutables e ineludibles detrás de la forma, sustancia y fenómenos de la vida, no es fácil. Sin embargo, la dificultad hace que la idea sea más preciosa cuando se convierte en parte del trabajo-estudio de cualquier persona.
Nuestra percepción del mundo y de la vida está limitada por los sentidos: ver, oír, tocar, probar y oler; razonamos, pensamos y creemos. Muchos aspectos de las cosas físicas no tocan nuestros cinco sentidos, por ejemplo, la velocidad del electrón o el tamaño del átomo. Y los aspectos inimaginables del infinito no pueden entrar en nuestras mentes, porque una mente finita nunca puede comprender lo que es infinito.
Si bien sabemos que la búsqueda será muchas veces infructuosa e interminable, encontramos alegría y utilidad en el esfuerzo, no solo en los resultados.
Tal vez no importe tanto la comprensión de la idea del Absoluto, como su búsqueda.
Cicerón, padre de la (no) verdad al servicio de las causas y de la verosimilitud, dijo: “nuestras mentes poseen por naturaleza un deseo insaciable de conocer la verdad”, y así pronunció esta perogrullada, sin convenir qué aspecto de la Verdad consideraba.
Pero decir la Verdad a los demás es como cantar música en un tono sordo, enseñar cálculo diferencial a un niño de cinco años o hablar en un idioma que el oyente no entiende.
La verdad “real”, la verdad “total”, la “Verdad Absoluta”, no se encuentra en ningún versículo, capítulo ni libro: ¡desde el principio de los tiempos el ser humano ha intentado visualizar lo que no puede imaginar! Ha puesto en palabras, escrito sobre papel, pintado sobre lienzo, gritado a los tejados, lo que no puede concebir.
La esperanza más querida de toda la humanidad desde que el primer hombre lanzó el grito de nacimiento, fue la inmortalidad, que en la mente de cada persona es diferente: para algunos es descanso; para otros, oportunidad de hacer todo lo que la vida les negó; o placer; o conocimiento; para otros es una contemplación sin forma, sin edad, sin límites: el Nirvana del budista.
Pero ninguna persona pensante cree que su concepción más gloriosa de la inmortalidad, pueda compararse con lo que pueda ser la Verdad Absoluta, porque las verdades concretas son todas relativas: pensamos en los hombres como buenos o malos, morales o poco éticos, sabios o ignorantes, solo en comparación con los demás. La bondad absoluta, la moralidad y la sabiduría no las podemos conocer aquí; no podemos conocer la Verdad Absoluta de nada.
Pero podemos buscarla, podemos ordenar nuestras vidas para que nos acerque un paso más a esa barrera.
En medio de esta búsqueda, de mi búsqueda de la verdad, reconozco que, desde hace unos años, asisto estupefacta al espectáculo del populismo global, o populismos extremistas de cualquier pelaje e interés: fanatismos unos más peligrosos que otros, que se extienden con violencia desmedida y amenazan con derribar nuestras barreras éticas, nuestro culto a la decencia y la verdad, nuestra confianza en el género humano más allá de sus cíclicas barbaridades.
La falsedad y el cinismo han alcanzado una masa crítica amenazadora y terrible, llena de la demagogia de la oclocrácia (del gobierno de la muchedumbre). Y todo ha devenido en llamarse posverdad o posmentira, fake news, o hechos alternativos.
Reconozco que ante ésto, no sé qué hacer. El último Foucault, quizá el más frágil y utópico, dictó en Berkeley (en 1983) seis conferencias acerca de la verdad y la noción griega de la “parresía” o franqueza al contar la verdad, ese modo de “decirlo todo” o de “hablar libremente”, una relación específica con la verdad a través de la franqueza, un cierto tipo de relación consigo mismo o con otros a través de la crítica y autocrítica, y una relación específica con la ley moral a través de la libertad y el deber.
Más concretamente, la parresía es una actividad verbal en la que el hablante expresa su relación personal con la verdad como un deber para mejorar o ayudar a otras personas y a sí mismo.
En parresía, el hablante usa su libertad y elige la franqueza en vez de la persuasión; la verdad en vez de la falsedad o el silencio; el riesgo lugar de la seguridad; la crítica en vez de la adulación; el deber moral y no el auto interés y la apatía moral.
Para Foucault, el que practica la parresía no sólo es sincero, “sino que también dice la verdad”.
No sé muy bien por qué, pero reconozco que siempre me he sentido cercana a la parresía, acaso por mi condición de navarrica o mi litro de sangre familiar libertaria o qué sé yo. No me refiero a la práctica de los “criticones permanentes”, “insultadores compulsivos” y “demagogos profesionales”, que me resultan iracundos voceadores.
Intento hablar con franqueza y libremente, pero apoyada en mis actos, no hablo de lo que no hago, aun así, la mayoría de las veces, parezco “políticamente incorrecta”, molesta e impertinente.
Me indigna el “postureo”, los excesos verbales y las intenciones ocultas. Me siento comprometida con “la verdad”, con cierta “verdad crítica”, que aun subjetiva no deja de responder a criterios determinados, que puedo argumentar y defender racionalmente y que, sin duda puedo cambiar, si me alcanzan otros argumentos más sólidos y convincentes…
Entre mis fobias, por ejemplo, se encuentra el uso de la palabra “fascista” para insultar a quienes no piensen como ellos; los que mienten deliberadamente y utilizan falsas “historias” para sostener sus medias verdades y falsedades; los acusadores vocacionales que nunca tienen nadie a quien alabar o poner como ejemplo; los que no reconocen valor alguno a sus presuntos contrarios y niegan cualquier bondad a los otros “distintos”; los que inflaman el aire que respiran con su mera verborrea bélica; los que no tienen ni una sola idea con la que trasmitir esperanza…
A unos y otros les regalo mi desatención intelectual, sin remordimientos, porque he intentado comprender sus dispares motivos e intereses y, el origen de su fanatismo.
En fin, me he dado de bruces con los “hechos alternativos” y la posverdad. ¿Cómo debemos lidiar con eso? Si Cicerón levantara cabeza… se encontraría con la respuesta de Foucault: ¡lee la filosofía clásica!
Sócrates era parresiasta, al igual que Rosa Parks y Martin Luther King. ¿Quién es el último de nuestro tiempo? Tal vez Alexei Navalny.
Los “hechos alternativos” se han expandido y multiplicado. ¿Han llegado para quedarse?