Mientras la radio gritaba en el bar de Emeterio, “La bocanada”, el universo se caía de electrones sobre la cabeza de Luis Guijo, “El crápula”.
Con una curda a base de Escurrideras de tinto, hacía y maldecía acerca de todo lo que fue, es y será.
Y Emeterio, tras de la barra, le miraba embobado, con esa carita de muñequito rubio que ponen todos los que saben que escuchar a los borrachos, los locos, las prostitutas, los curas y los simples de nacimiento, conlleva una extraña salvación del alma
– Os digo, hermanos del cerebro turbio, que un día de estos, una versión luminosa de este desecho que vuestros ojos reflejan, entrará por la puerta de esta taberna. Nos abrazaremos y saldremos de este mundo por ese resquicio mudo que ofrece gratuitamente la muerte.
Todos rieron, menos Emeterio, que sabía de las verdades ciegas.
Era la tarde de nubes, cuando “El crápula” entró dos veces sin salir por la puerta de “La bocanada”.
Abrazo y reencuentro. Vino barato y cielo turbio.
Todos callaron cuando cayó al suelo negro, haciendo un manantial de saliva.
Pero Luis no dejaba de reír, pues se había encontrado, al fin, con ese espejo que todos guardamos en un bolsillo.
No se puede decir más en menos. Simplemente magnífico.