Son muchos los crímenes de lesa humanidad, aunque parece que en la memoria colectiva solo sobresalen los del nazismo, cuyos responsables, dirigentes, funcionarios y colaboradores del régimen nacional socialista de Adolf Hitler, en nombre del tercer Reich alemán, fueron condenados dentro de los conocidos Juicios de Núrember, promovido por iniciativa de las Naciones aliadas vencedoras al final de la segunda guerra mundial.
Sin embargo tales crímenes de lesa humanidad siempre han existido, fruto de la ambiciosa humanidad de conquistar territorios e imponer sus reglas de sometimiento a los vencidos, con fundamento en un falso patriotismo de dominación ideológica, incluso en nombre de diferentes dioses y religiones, cuya ortodoxia fanática, los erige en jueces supremos investidos de un poder divino de una humanidad impía de infieles y pecadores por servir a un dios qué no es el suyo.
Por desgracia, esa memoria colectiva y selectiva sólo se ve azuzada y con muy poco recorrido cuando un nuevo conflicto bélico surge y se hace noticia, desplazando a todos aquellos que todavía no se han dado por concluidos y que responden a esa misma destructiva dominación de los pueblos, y que nuestra conciencia social y personal prefiere almacenar en un recóndito lugar de nuestra memoria, para que no nos recuerde permanentemente nuestra locura colectiva, destructiva e interesada.
Más de diez guerras y conflictos bélicos están aún abiertos en este momento en el mundo con crímenes de lesa humanidad que se cobran a diario un gran número de víctimas, pero la falsedad de nuestra conciencia selectiva ahora se centra en la reciente guerra de Rusia contra Ucrania, entendible si partimos de hecho que forma parte de nuestro entorno geográfico y por su repercusión en el mundo occidental, pero reprobable si no nos damos cuenta que las guerras no se pueden archivar en el baúl de los recuerdos a gusto de esa conciencia social manipulada por nuestros gobernantes y por los medios de comunicación serviles.
El poder de Vladimir Putín y su alianza con los oligarcas y bandas mafiosas y del terrorismo organizado que le mantienen en el poder, unidos a su nostalgia mesiánica de una Rusia desmembrada, con una falsa apertura al mundo occidental para expandir su nueva economía de mercado lejos del comunismo al que ha hecho culpable del devenir decadente y la desaparición de la Unión Soviética, es hoy el origen de este conflicto frente a un país que quiere abrirse a Europa y a la Alianza Atlántica, y que nuestros dirigentes políticos han fomentado con sus relaciones comerciales, obviando el fascismo ruso de su maquiavélico presidente. Hay que estar muy ciegos para no ver cómo se estaba fraguando el poder imperialista perdido de la nueva Rusia.
Pero también somos culpables los ciudadanos, por nuestras falsas e interesadas lealtades a ideologías, a políticos que nos someten a criterios de explotación de los más débiles, a la confrontación permanente dentro de la política interior y exterior, abriendo heridas del un pasado no muy lejano fruto de la locura colectiva de dominación, de guerras pasadas, pero también presentes que hemos decidido ignorar.
La mejor forma de luchar contra las injusticias es la palabra, el libre pensamiento no sometido al ideario enlatado de nuestros gobernantes, el no anestesiar nuestra conciencia mirando hacia otro lado, pensando que nada podemos hacer contra sistemas corruptos de falsas democracias donde siempre salen ganando los mismos.
Este es el germen de la locura del mundo, esconder la cabeza frente a crímenes de lesa humanidad de guerras que fomentamos por nuestra apoltronada e interesada conciencia ante el ruido de la guerra.
Siempre es lo mismo, de manera que la historia está llamada a repetirse una y otra vez en los mismos o diferentes escenarios, si no nos damos cuenta que somos nosotros mismos los que alimentamos la bestias interesadas que dominan los territorios, los Estados, el planeta; con nuestra actitud, con nuestro egoísta bienestar a costa de otros que sufren y mueren, de nuestra bonhomía disfrazada de lealtad y patriotismo que finalmente se traduce en un incesante crimen continuado de lesa humanidad, del que somos responsables por vivir de espaldas a la dominación y sufrimiento del mundo, para ni siquiera ser felices debido a nuestra insatisfacción capitalista.
Y, el ruido de las balas, de los misiles, de las bombas, de las televisiones que cambian de escenario bélico como si de un espectáculo morboso se tratase, anulando guerras pretéritas porque no dan audiencia, de mesas de negociación con el absurdo de negociar la apertura de corredores humanitarios para la salida de las víctimas que ellos mismos causan, quizá para revestirse de una humanidad ficticia, cuando la única salida y objeto de negocación es poner fin al conflicto buscando soluciones equitativas, aunque sea tragàndonos parte de nuestro orgullo de dominación patriótico.
Un ruido incesante en los cuatro puntos cardinales del planeta, donde sólo se oye nuestra voz frustrada pero complaciente: “y yo, ¿qué culpa tengo en esta distopía?”, siendo la única respuesta posible el formar parte de ella sin revelarnos frente a la melagomanía de nuestros cómplices dirigentes, los cuales no son más que el fruto de nuestra propia proyección, por acción o por omisión, con la histeria de nuestra única verdad, sin tener en cuenta otra verdad mayor, que es nuestra propia destrucción.