En estos momentos hablo desde la rabia. Desde la rabia y la impotencia que me produce una muerte estúpida en medio de miles y miles de muertos de muerte bélica estúpida. Desde la tristeza absoluta que un mundo capaz de asumir semejante estupidez mortal con un fatalismo conformista, rastrero, cobarde, me produce.
¿Cómo puede asumir la sociedad, sus instituciones, sus funcionarios, su maldita burocracia, su inclemente aplicación de normas y leyes, la muerte de un chaval de dieciocho años? ¿Cómo pueden conformarse con una disculpa de andar por casa, y seguir al día siguiente como si tal cosa? ¿Pero qué mierda de mundo hemos creado y estamos permitiendo? ¿Pero qué clase de gente lo interceptó y sólo se preocupó de las normas, y no de cómo ayudar a un chaval en apuros? ¿Pero qué normas, qué instrucciones tienen esos asalariados que no les permiten usar su lado humano para interesarse por alguien en verdaderos apuros? ¿Tan difícil hubiera sido llamar a sus padres e interesarse por si tenía un apuro real y fácil de solucionar?
Pocas veces he visto una muerte tan barata, tan inútil, tan estúpida, y tan inhumana. Tan barata como el precio de un billete de Sevilla a Córdoba. Tan inútil porque tendría que haber habido mil salidas para la situación. Tan estúpida porque lo fue el comportamiento de los que le negaron el acceso y la ayuda. Tan inhumana como la de los ancianos que mueren solos sin ayuda de nadie, como la de los sin techo que sufren la indiferencia, cuando no la agresión, de los que pasan junto a ellos, como la la de los inmigrantes que mueren en su desesperada búsqueda de una salida a la miseria y la falta de futuro.
Claro que no toda la culpa es de la empresa concesionaria, de sus empleados, de las normas, o de su aplicación ciega, absurda, indiferente, no, todo esto tiene una lectura lamentable, una lectura por la que habría que pedir responsabilidades a esos populistas que juegan a sentirse exquisitos lanzando problemas sin soluciones a la sociedad, o a esos otros que usan a los primeros para denunciar a diestro y siniestro, en vez de dar soluciones reales, humanas, asumibles.
Cuantas veces esos vigilantes que interceptaron al pobre chaval, y le negaron el acceso, o, simplemente la ayuda, se han encontrado con otros semejantes a él problemáticos, resabiados, con un sentido de impunidad lesivo, sabiendo que ciertos populistas de ciertas tendencias políticas les buscarían problemas si se tomaban la más mínima molestia, si intentaban cualquier acción. Y además, posiblemente, alguno puede que tenga en la cabeza los tremendismos de los populismos del signo contrario.
Esa es la sociedad que estamos permitiendo que nos creen, una sociedad que no se atreve a decir lo que piensa, una sociedad a la que se le niega la posibilidad de denunciar los problemas reales, cotidianos, porque son políticamente incorrectos, una sociedad amedrentada, cobarde, que se envuelve en una coraza impenetrable para aislarse de las agresiones cotidianas, en los semáforos, en las esquinas, en los transportes públicos, en los lugares concurridos, o, simplemente, en cualquier lugar si tiene la desgracia de cruzarse con una manada de inimputables de cualquier tipo, investidos de una impunidad que demuestran con una agresividad si no peligrosa, que también, molesta, incómoda.
Y si la defensa a tanto desatino populista, de élites del pensamiento que viven en burbujas ideológicas que niegan lo que los ciudadanos de a pie sufren, se busca en los populistas del signo contrario, cuya única solución, mononeuronal, es matar moscas a cañonazos, es considerar que todo lo diferente es de raíz, malo, perverso, peligroso, negando la evidencia de que en todas partes cuecen habas, pues el resultado es una sociedad que ignora, en defensa propia, todo aquello que puede pasar a su alrededor, todo aquello que exija compromiso, ciudadanía, humanidad.
Desgraciadamente, Álvaro, tampoco tu muerte va a conmover otra cosa que los corazones de aquellos que contemplamos con horror la deriva insana de una sociedad que considera más importantes las ideologías que las personas, el populismo que el bienestar, la sed de poder que el afán de servicio, la ambición que la generosidad, el hieratismo que la emoción, la censura que el pensamiento, las posturas que los hechos.
Lo siento, Álvaro, lo siento, no porque la costumbre sea decirlo, no porque tu muerte me conmueva más que cualquier muerte, si no por lo estúpida, por lo evitable, por toda la inmundicia social, política, humana, que supone la falta absoluta de auxilio que queda patente en todo lo sucedido, porque mañana, más allá de las muestras públicas de condolencia oficial, más allá de la memoria de tu familia, que será imborrable, más allá de los telediarios, los periódicos, y los profesionales de decir cosas, la deriva inhumana de esta sociedad seguirá imperturbable su deriva de ostracismo individualista, de auto inmunización hacia el sufrimiento ajeno, de impenetrabilidad emocional en defensa propia.
Esta vez sí, esta vez podré decir con palabras paladeadas, con palabras conscientes y exactas en su sentido, que acompaño a todos aquellos que te quieren en el sentimiento de pérdida. Tal vez, seguro, mi forma de llega a ser ese sentimiento no sea la más ortodoxa, pero te aseguro que es sincera.
Suscribo todas y cada una de tus palabras, Rafael, y te agradezco, desde el corazón y el alma, que hayas defendido la memoria de Álvaro y denunciado la injusticia que con él se ha cometido.
Me angustia, hasta el dolor de estómago, pensar en la impotencia y el sufrimiento de sus padres y me encantaría que, para mitigar esa impotencia y hacer justicia, desde la fiscalía se actuase de oficio, para depurar y enjuiciar las responsabilidades a que haya habido lugar, con la misma diligencia que en el caso de esa conocida futbolista, de cuyo nombre para qué acordarme.
Aunque quizás eso que pido sólo se haga en países verdaderamente desarrollados y con democracias avanzadas que no se parecen a este.
Descansa en paz Álvaro, pero que se te haga justicia. Reclamēmosla con los medios al alcance !!!