LO QUE UN ESCRITOR SABE

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El escritor sabe que una ecuación es la ruta de vuelta a Ítaca, pero mientras tanto escribe la vida.

La clave para escribir está en tener claro lo que se quiere transmitir y hacerlo con el mejor estilo y claridad. Para tener algo que decir, hay que haber vivido. Y del vivir, el escritor debe conformar un pensamiento propio con conclusiones claras, pues el escritor cuenta la vida y lo que ésta significa. Es imposible tener cosas importantes que decir si no se ha afrontado la circunstancia trágica en que la vida consiste. Cuando expreso que la vida es una circunstancia trágica, muchas personas rechazan este pensamiento. Lo comprendo en gente joven, pero no entiendo que los adultos, o determinados adultos, estén viviendo sin la consciencia de esta realidad, porque esa es una adolescencia extraña a la madurez.

La vida es trágica desde que nos fuimos del paraíso. No me refiero al paraíso bíblico, naturalmente, sino al verdadero que disfrutamos antes de nuestra deriva trágica por la historia. En un momento determinado ubicado en la más remota historia, el humano, como el resto del reino animal, vivía unido a la naturaleza formando parte de su espacio y de su tiempo. Entonces, la sensación de su trascurso, tal y como hoy la concebimos, no había aparecido en nuestra mente. Actualmente, todavía, algunas tribus de la Amazonia carecen de la sensación del transcurso de la vida, viven sin el dolor de su paso, pero son una excepción. El edén está relacionado con la ausencia de tiempo en nuestra cabeza. Sin embargo, ocurrió alguna vez que nuestra sincronicidad con el devenir natural quebró, atravesamos el umbral del asombro, y entonces nos sentimos fuera de la placenta en la que siguen viviendo las demás especies. Desde que distinguimos la naturaleza como algo separado de lo humano, el tiempo comenzó su historia con nosotros y nosotros nos supimos no solo desgajados de la prehistoria sino irradiados de un paraíso que engloba todo lo creado. Adán y Eva comenzaron su regreso a Ítaca, y nosotros, luego, detrás. Digamos que hemos heredado el viaje y el destino.

No nacemos exactamente con un pecado original, sino con el estigma de haber dejado atrás el oasis donde descansábamos mentalmente, el que aún disfrutan algunas tribus de la Amazonía. Ese estigma se mantiene latente durante la infancia, tiempo equivalente al tiempo primigenio de la humanidad, pero irrumpe vigoroso después con la pérdida de la inocencia. Cuando perdemos inocencia perdemos sabiduría y lo único que cuenta ya es un golpe de cerebro constante, un tic tac machacón que nos recuerda que estamos solos en medio del océano del tiempo y que el espacio es inabarcable. Mientras para las demás especies el único horizonte es el que determina su espacio biológico, algo tan dominable como doméstico, y mientras su único tiempo es el de comunión con el todo, para nosotros el horizonte es una incógnita completa. Hay un macro horizonte del universo extendido hasta su último confín, que no dominamos, y un micro horizonte cuántico tan grande e inabarcable como el anterior, pero también un horizonte de sucesos algo complicado de manejar, agujeros negros que operan como abismos devoradores de todo, incluso de la luz, y un noventa y ocho por ciento de materia oscura que nadie sabe de qué está hecha, y eso sin olvidar los universos paralelos u el horizonte enigmático puesto más allá de la muerte. Nuestra incomprensión nos duele porque solo podemos regresar a Ítaca si algún día comprendemos cómo funciona todo, si llegamos a lo que los físicos denominan la teoría del Todo, necesaria para emprender la ruta de vuelta. Mientras no volvamos al Todo seguiremos a la deriva, pero hete aquí que el Todo, donde nos debemos de nuevo diluir, es una ecuación física, una ley.

Dentro de este contexto, el escritor, para escribir, tiene que ser consciente de por qué cada día le golpea el estigma de la expulsión del paraíso, como tiene que ser consciente de que solo es un individuo más de una especie que anda en la deriva de reencontrar el entorno donde el espíritu anida sincronizado con la mente y el cuerpo. A partir de esa consciencia, toda historia relatada, todo poema o todo ensayo, sirven para concentrar en una escena de ficción la lucha desde la que un personaje o varios se enfrentan el estigma del paraíso perdido esa pulsión maldita. Los personajes en ocasiones son grandes (Don Quijote), y en ese caso sus virtudes elevan lo humano y dan respuestas heroicas, o son mezquinos (Otelo) y, en ese caso, dan respuestas mezquinas. El escritor sabe, o debe saber, que la ansiedad que anida en nuestras entrañas es el pequeño dolor de sabernos estigmatizados desde hace milenios y que cualquier reacción nuestra implica una respuesta sabia o ignorante frente a esa pulsión dramática que, cuando ya no nos protege nadie, aparece en derredor nuestro. El escritor, así, cuenta la vida desde su propia manera de enfrentar el drama que la vida comporta. Relata la vida pero al tiempo es un ejemplo, uno más, de reacción frente a la persistente pulsión de estar expulsado del paraíso. El escritor escribe y vive, es un espectador de la vida y al tiempo un actor. No se puede escribir sin haber vivido porque en cada pasión humana, es decir, en las aventuras, las grandes hazañas, el amor, el desamor, las desgracias, la escasez de fortuna, la guerra, la enfermedad etcétera… la pulsión primaria, esa ansiedad persistente, se emplea a fondo con nosotros y nos obliga a cuestionarnos todo y reaccionar, porque vivir lo grande o lo mezquino es el precio que hay que pagar por estar fuera del oasis.

Digámoslo de otro de modo: la libertad tiene un precio y bastante caro. Para las grandes pasiones humanas hay que ser valiente, pero también hay que serlo para las más desafortunadas. Hay que tener valentía y determinación porque todo es trágico, cualquier experiencia, incluso el amor, deviene en drama y hay que estar preparado para afrontar eso.

Vivir con arrojo nos proporciona una pequeña sabiduría tras cada pasión, y esas pequeñas sabidurías de cada humano, son pasos pequeños que la especie va dando en su regreso a Ítaca. Para un escritor escribir es una pasión, la pasión por relatar la vida y de paso poner cruces en el mapa que nos lleva a Ítaca. Un escritor, si sabe qué significa ser escritor no solo para él sino para la especie de la que forma parte, no puede ser frívolo, ni cobarde, ni puede partir de la pose ni puede dejar de haber vivido las grandes experiencias humanas –quizás ahí el significado profundo de la afirmación de Neruda “confieso que he vivido”–. Para un escritor es difícil que haya un libro definitivo, pues tampoco lo hay para la propia especie –tan solo esperanzada en una ecuación física–, escribir es para él una respuesta a la pulsión del vivir, al estar anclado en esta deriva existencial, siempre al borde del abismo. El que no viva de este modo, aquel que no se sepa tan mortal en vida como en la propia muerte, escribir no será ni fácil ni cómodo: será imposible. La pasión mediatiza y contrarresta la pulsión del tener que nacer con un estigma. En este caso, Caín no quiere matar a Abel por la razón de todos sabida. Caín quiere amar, ser aventurero, buscar la fortuna, luchar por causas nobles, quizás también quiere renunciar en favor del éxtasis místico, pero, en todo caso, el Caín moderno ha matado a un Abel muy distinto al cándido Abel de la Biblia. Ha matado al humano indiferente a la pasión, a aquel que acepta con resignación la pulsión cerebral de sentirse alejado del paraíso, mata al Abel, residente en sí mismo, que ha renunciado a la lucha, pues Caín ha caído en la cuenta de que frente a la pulsión no cabe resignarse y morir en vida, sino enfrentarse y lanzarse a caminar. Por estas razones, quien escribe tiene pasión en el corazón, ama la libertad, rechaza la imposición, lo dado, y sabe que la vida es la experiencia que la naturaleza solo nos da, quiere escribirla al tiempo que la vive y quiere escribirla siguiendo el rumbo que lleva a Ítaca, poner cruces en el mapa, descubrir senderos nuevos, buscar atajos, y quiere además que la muerte le pille en el empeño, desea morir en la tensión de la lucha. Escribir y vivir, convivir con la escritura, morir viviendo, vivir al morir, derrotar a ese pequeño dragón que cada amanecer le recuerda que hace milenios fuimos expulsados del universo.

Imágenes: Alejandro Salgado Baldovino / clintspencer

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